lunes, agosto 27, 2007

Último acto

Se apuran las últimas granizadas. Se van plegando sombrillas. Algunos cielos se cubren de nubes y ETA coquetea con la sangre. Comienza el curso político. Aunque en realidad, nunca se terminó.
El verano fue un breve entreacto aprovechado por los actores para reubicarse en el escenario. Ahora comienza el acto final con un Zapatero crecido por sus últimos movimientos tácticos –debate del estado de la nación, crisis de gobierno, éxitos contra ETA, un verano muy activo- que sabe que todos –y todas- quieren derrocarlo: desde los terroristas que hablan con armas hasta los periodistas que disparan verbos. Desde el amanecer hasta la medianoche el ejecutivo y el país reciben artillería pesada y falta saber si la figura del presidente menguará o pegará el estirón final entre disparos y disparates.

Rubalcaba es el hombre fuerte del Gobierno en la recta final: suya será la gestión, a cara de perro, de la vuelta de ETA a las andadas. Mientras, se prevé alguna medida de impacto en Vivienda, donde a Chacón sólo le quedan unos meses para dar un golpe de efecto mediático que mueva al electorado joven (y también al catalán), tendente al abstencionismo y vital para las aspiraciones electorales socialistas. Caldera estará en la sala de máquinas de un proyecto que hará hincapié en los derechos sociales y civiles y que buscará rascar votos entre los electores que IU reparte y pierde fuera de Madrid, Barcelona y Valencia.

En el PP, Rajoy parece un personaje en busca de autor. Sin otro guión que el de ETA, su falso centrismo es como el Godot que nunca llega. Más que una línea meta, es un punto de fuga por el que se le escapan Piqué y Matas. Y hablando de centristas, el órdago lanzado por Gallardón no sólo advierte de grave crisis en el PP tras una derrota electoral, sino la que la prevé. El oportunismo del alcalde de Madrid, dando un paso hacia el Parlamento, parece inoportuno en el núcleo duro del PP, al debilitar al ya de por sí frágil Rajoy. Pero parece lógico pensar que Gallardón podría estar buscando una desacreditación expresa de los futuros perdedores que lo distancie del ala radical y lo presente ante la opinión pública como único heredero viable, como ya hizo al presentar la frustrada candidatura de Manuel Cobo a la presidencia del PP madrileño.

Imaz ha decidido ser un héroe problemático en el complejo teatro vasco: su enfrentamiento contra el soberanismo etnicista de Azkárraga y Egibar puede abrir grietas en el tripartito, pero busca un futuro de entendimiento con PSE o PP y un final político y social de ETA. Le puede costar el puesto. Como se lo puede costar a un Duran i Lleida que busca sacar pecho en Madrid mientras en Cataluña, los más fervorosos nacionalistas le pisotean los talones.

En definitiva: las derechas españolas (españolistas o no) se debaten entre el pragmatismo pactista y el nacionalismo esencialista amigo de la confrontación. El PSOE se mantiene en la zona cálida de la izquierda y el centro sigue sin un dueño claro.

Todos buscando su destino: que será fatal, trágico o heroico. El gran teatro de la política se vuelve a abrir, señores. Comienza el último acto.

Artículo original en El Plural

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martes, agosto 21, 2007

Gobierno de España

Parece que el Ejecutivo ha tomado conciencia sobre un tema aparentemente menor –tradicionalmente menor para la izquierda-, pero de gran importancia en el difícil terreno de la simbología política. Disputar los símbolos nacionales no es sólo una necesidad electoral. En España, con dos enfoques bien diferenciados sobre el propio país, es un bien público, una necesidad política, una exigencia social.

Dejar que “España”, su concepto, su despliegue iconográfico –bandera, himno, celebraciones- sean propiedad exclusiva de la derecha es un error de principios y una falta de responsabilidad. Error de principios, porque todos somos españoles, porque el Estado es una construcción colectiva que sostiene, en último término, un sistema de solidaridad al que ni queremos ni vamos a renunciar. Una falta de responsabilidad, porque renunciando a la disputa por los símbolos convertimos en monopolio una interpretación unívoca y excluyente de España: la del PP y los sectores más reaccionarios de la Iglesia que entienden la identidad nacional bajo el prisma del nacional-catolicismo.

Poner la gestión de los símbolos nacionales en manos de la derecha equivale a dejar de dar cobertura a los millones de españoles que no sólo se identifican con una España diversa, laica y tranquila, lejos de la España apocalíptica y metafísica del PP, sino que la viven día a día en sus propias familias, la tejen con vínculos de amistad o de relaciones laborales.

España no será solo lo que diga el PP que es cuando administra sobredosis insultantes de “patriotismo de hojalata” en la Plaza de Colón, acusando con dedo inquisitorial e ira rojigualda a quien se escapa de su monovisión carpetovetónica, inveterada y herrumbrosa del país. Tiene razón Torres Mora cuando escribió que el PP “no hizo uso de la bandera facha, pero hizo un uso facha de la bandera”. España será también lo que quiera la mayoría tranquila que no vota al PP ni comulga con la turbina ideológica que ha puesto en funcionamiento la Conferencia Episcopal, en una espiral de sinrazón revisionista e insumisa. Sólo así, haciendo que la identidad abarque a todos los sectores, a todas las visiones, superaremos esa España bipolar, ese país invertebrado del que hablaba Ortega, pero no por la imposición de una única receta patriótica, sino por la capacidad enriquecedora de sumar múltiples perspectivas a un proyecto común.

No se trata de que la izquierda, el laicismo, la convivencia en la diversidad del país viajen acomplejados hacia los colores y la identidad de España, sino al revés, que España sea también un viaje hacia esos valores y no se identifique ni su nombre, ni sus colores, con la versión oficial de un grupo de iracundos administradores de símbolos.

Hace bien el Gobierno de España en lanzar esa marca: “Gobierno de España”. También la izquierda laica, también la España diversa, es España.

Artículo original en El Plural

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lunes, agosto 13, 2007

Cenizas de agosto

Agosto pasa por el año como un peine de llamas. Bajo la estival solana fustigadora y atravesada por el metal galvanizado que serpentea desde el centro hacia las costas, emerge esa España de ciudades medias en las que nunca pasa nada, para reclamar sus quince minutos de fama, su pequeña cuota de pantalla.

A simple vista, esta España de agosto sirve a los periódicos la dieta informativa del verano, compuesta por asesinatos, incendios, pérdidas, encuentros, terremotos, escapes, accidentes, salmonelosis, legionelas, topillos, granizos, rayos, cercanías averiados, apagones, subidas de tensión, alguna que otra estafa, viajes a ninguna parte, cayucos en el mar del tercer mundo, retrasos y cancelaciones en el primer mundo… Y uno piensa que este relleno de prensa, que esta colección de agosto, tan íbera, tan castiza, que hubiese inspirado al mismo David Lynch, es el termómetro inverso del país, aquel que nos da la medida de una cierta España real, mediana, ajena a los temblores políticos, que vive en el pringue diario y briega con un país contrahecho, con un desarrollo tan brillante en algunos aspectos como lleno de parches en la sombra, tan bien presentado por fuera como descosido, a veces, por dentro.

Este país de agosto, sin embargo, vive desde el uno de enero hasta el treinta y uno de diciembre sin que apenas sepamos de él. Es el país que le pregunta a Zapatero cuánto vale un café en la calle, o a Rajoy cuánto cobra. Es el país harto de ETA y de quien la instrumentaliza a falta de proyecto político, que querría una carretera mejor, un centro de salud cerca de casa, una guardería.

Los sociólogos de los partidos deberían trabajar en agosto, porque en estos meses sin espuma informativa es cuando el país real de los problemas empíricos, que coge el cercanías o sufre una plaga de topillos, se manifiesta y expresa sus carencias. Es en agosto cuando se ganan las elecciones, anotando las fallas del país físico y no metafísico: con el catálogo terco de estas semanas se deberían confeccionar los programas electorales, y no con la inspiración diletante que destapa el tarro de las esencias propias para abstraer la patria en un destino común, sin mirar los desatinos diarios.

Agosto, por fin, concluirá dejando su tradicional reguero de cenizas que luego nadie recordará. Lamentaremos que este mes queme bosques, queme aires, queme mares, y haya quemado a Puras y a Piqué, que de tanto apurar, se fueron a pique. Buen verano.

Artículo original en El Plural

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