lunes, enero 31, 2005

Andalucía, nación

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com, 06/08/2004)

Maragall quiere que Andalucía sea nación. Es decir, que en la nueva Constitución, su singularidad y su “robusta” cultura (son palabras suyas, pero uno, que es andaluz da fe de que es así) queden especificadas junto con los casos de Cataluña, el País Vasco y Galicia. Chaves, que secretamente -pues lo disimula bien- recela de este tipo de cirugías constitucionales, ya señaló que no quiere una Consitutición que privilegie a unas zonas sobre otras. Tiene motivos que tal vez no tengan Cataluña ni el País Vasco. Motivos económicos claros. Maragall no tardó en responder que su propuesta no implica privilegios, sino un mero reconocimiento de estas comunidades como naciones con aspiraciones propias que no tendrían por qué ser simétricas con las del resto del Estado.

Pero, ya que el debate se ha abierto y parece que no va a cesar, ¿qué quiere decir “somos nación”? Porque si ser nación no implica ningún privilegio en la gestión de recursos económicos (que por cierto, ya existen, y de sobra), ni ningún nivel de autogobierno mayor, no se entiende a qué viene tanto empeño por crear una España de algunas naciones, unos Balcanes ibéricos selectivos. La mera presencia de la palabra “asimetría” contradice esa afirmación. Si sólo a las comunidades escogidas se les permite un desarrollo mayor de su voluntad de autogobierno, ya se las está privilegiando.

En cualquier caso, un Estado con una Constitución (y se entiende que una Constitución es un pacto entre todos y para todos), incluso si hablamos de un Estado federal, no puede engendrar diferentes niveles de poder. Ni puede cerrar la puerta a que otras instituciones o territorios se postulen como nación, si así lo quisieran. En un Estado Federal, yo puedo querer ser nación, pero no puedo querer que mis vecinos de al lado no lo sean, porque considero que no poseen singularidad cultural (esto que suena a “pedigrí”) o por cualquier otro motivo. Debería sería una decisión de las autonomías, una especie de autodeterminación de cada territorio, ahora que este término está tan de moda y parece aplicable a cualquier población.

¿Cómo piensa Maragall que los demás españoles (sí, españoles) vamos a aceptar un tablero de juego donde los catalanes puedan autodeterminar su singularidad política dentro del Estado y el resto no? ¿Una Constitución con derechos asimétricos según zonas, idiomas o nacionalidades? ¿Cataluña sí, pero Extremadura no? ¿Qué tiene eso de izquierdas, señor Maragall?

Si es una cuestión cultural, donde lo que prima es el reconocimiento de la singularidad cultural sin más, las palabras de Maragall se van a encontrar con muchos problemas. Teorizar sobre la robustez de las culturas no es científico, es un relativismo posmoderno sobre el que difícilmente se pueden construir leyes y Constituciones o un marco común de convivencia. Cataluña tiene una lengua propia, pero esto también sucede en la Comunidad Valenciana, Islas Baleares y Navarra.

Pero si no hace falta tener segundo idioma para tener el privilegio histórico, la condecoración hegeliana, de ser nación, como postura Maragall con Andalucía, me da a mí que el resto de Comunidades Autónomas va a reclamar para sí el mismo tratamiento. ¿No tiene Castilla una singularidad cultural, por cierto la más robusta de toda la península y una de las más importantes de Europa? Encajar Cataluña en España pasa por el respeto, por la voluntad de trabajo común, de estar juntos y de mejorar nuestra calidad de vida conjuntamente. No por el reconocimiento, por parte de todos, de espacios legales o políticos preferenciales y aventajados.

La estrategia de Maragall con respecto a Andalucía está más que calculada: se trata de casi ocho millones de habitantes, y es la comunidad que más diputados aporta a las Cortes. Es, por tanto, un foco de poder. Simbiotizada con Madrid, se convierte en una alianza de mucho peso sobre la que puede pivotar cualquier política de Estado. El federalismo asimétrico imposible que quiere Maragall para la España del siglo XXI estará más cómodo si esos ochos millones de personas, y ese número de diputados, pertenecen a una nación propia, una especie de isla controlada al margen del proyecto común de España, que tanto escuece. Un obstáculo menos para ser más que los demás.

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