lunes, enero 31, 2005

Metrosexuales

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com 08/09/2004)

El 'late night' televisivo se plaga de abdominales y caras exultantes de salud y belleza. La epidermis de la pantalla se estira en una sonrisa infinita, disuelta entre lo femenino y lo masculino, y esos seres misteriosos que debe de haber agazapados tras la piel, los músculos, adquieren un vigor aceitoso y un brillo duro, ulterior, como venido de otro mundo. Hagan la prueba: después del último telediario, los cuerpos despedazados de iraquíes o chechenios se transforman en organismos recompuestos, perfectamente compactos y duros. Su televisor, al menos hasta el siguiente telediario que vuelva a abrir la mañana con anatomías pulverizadas por la guerra, se torna "metrosexual", coqueto, y trata de venderle partes del cuerpo por separado. Puede comprar un lote de magníficos abdominales eléctricos, o unos bíceps plúmbeos, o un cutis elástico. Configúrese por fascículos coleccionables, prótesis que se irán añadiendo a su estructura ósea, articulando un sueño que nunca sospechó que estuviese a su alcance (IVA incluido, más gastos de envío.)

Antes de irme a la cama, me miro en el espejo; pero de la piel de vidrio no consigo ver otra imagen que mi propia imagen -maldita sea-, mi propia piel. Debajo de ella, permanecen sin ningún tipo de piedad la mismas corrientes de grasa que neutralizan unos músculos menguados y escondidos. Sinceramente, tenía la esperanza de ver a ese Prometeo moderno, ese semidiós que siempre quise ser. A la mañana siguiente, yendo al trabajo, soy abordado por jóvenes musculosos que salen victoriosos de gimnasios donde una música cardiaca fusiona la noche con el día. Todo parece levemente agigantado y brillante, insoportablemente inmortal; ningún hombre tiene vello, ni barba, todos dejaron de ser Sócrates para ser efebos.

Ya en la redacción, miro extrañado a mi jefe, que al remangarse la camisa descubre un abultado brazo, una poderosa tenaza que hasta entonces había pasado desapercibida para mí. Mi feje, cuyo perfume de lavanda me aturde y casi hipnotiza subrayando la erótica del superior, mira con amistoso desprecio mi camisa, algo desgastada: “pero Antonio… cómprate una camisa nueva. Y moderna. Esto ya no se lleva.” Avergonzado, me alejo, y cojo los periódicos. Mariano Rajoy está muy preocupado por el modelo territorial. Empiezo a marearme. No es un ataque de vergüenza, tampoco es el perfume de lavanda de mi jefe, sino que yo recordaba a Rajoy con una barba sinuosa que se perdía, blanca y negra, por debajo de la camisa, y que todos intuíamos se uniría, cual istmo humano, a otro conjunto de vello pectoral perfectamente brotado en el torso, como no podía ser de otra forma en un hombre conservador. Vuelvo a mirar la foto, reprimiendo un grito para que nadie en la redacción se de cuenta de mi locura: Rajoy está afeitado, tiene el pelo liso y sin canas, y parece un joven yuppi de Wall Street. Junto a él, Cándido Méndez, también afeitado, posa en camiseta negra de Armani ajustada junto a unos trabajadores de Izar. Su aspecto es atlético, seductor.

Entonces me sobresalto, me despierto. La tele está encendida: iraquíes y palestinos yacen despedazados, Mariano Rajoy tiene la barba confusa de siempre, y Cándido Méndez es el osito campechano que yo conocía. Tras ellos, una noticia dice que los españoles hemos dejado de ser “machos ibéricos” para convertirnos en adoradores de la eterna juventud, en hombres sensibles, preocupados por su aspecto físico, por atraer estéticamente al sexo opuesto. Hemos usurpado un rol tradicionalmente adjudicado a las mujeres: somos coquetos y presumidos. Me miro en el espejo. El gimnasio empieza a dar sus buenos frutos, me digo. Sin embargo, los ministros aún no posan para Vogue. Lástima.

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