Turquía: una perspectiva
Antonio Asencio
(www.diariodirecto.com 08/10/2004)
En el seno de la UE se han abierto las negociaciones para la entrada de Turquía y en el ambiente flota que este paso, este importantísimo paso, es irreversible. Como también es irreversible, y cerval, el miedo de muchos europeos a esta ampliación que llevará nuestras fronteras al mismísimo Oriente Medio. Miedos de tipo económico, social, identitario y religioso. Sería naif e ingenuo pensar que la entrada de Turquía a la UE no conlleva incomodidades, ciertas incógnitas y muchos obstáculos que habrá que sortear. Ahí están los criterios de Copenague fijados en 1993, y habrá que exigir firmeza en su cumplimiento. Lo cierto es que Europa es una especie de péndulo aún indefinido entre poderes económicos, bienestar ciudadano e identidades milenarias. Pero esta indefinición, este constante construirnos quebrando las fronteras y saliendo de nuestros ombligos (económicos, políticos y culturales) ha traído bienestar innegable a los ciudadanos de la Unión y ha establecido un modelo de convivencia y paz que va a marcar las políticas de alianzas de otros países y va a ser un referente ineludible para el mundo.
¿Qué gana, entonces, la UE integrando a Turquía, un país musulmán de 80 millones de habitantes con un nivel de renta marcadamente inferior al europeo y un descomunal ejército de 600.000 personas, el más amplio de la OTAN después del norteamericano? Esta pregunta debe ser sustituida por otra: ¿qué perdemos los europeos dejando fuera a Turquía? ¿Qué coste político tendría que Turquía no entrase en la UE? El coste de dejar fuera a Turquía es alto. En primer lugar, frustraríamos la aspiración de integración, durante décadas alimentada desde la propia Europa, que Turquía ha tomado como guía de su política y de sus reformas económicas y sociales. Con esto, perderíamos una oportunidad de oro para neutralizar el “choque de civilizaciones” que extremistas occidentales y musulmanes vienen alimentando irresponsablemente. No premiando las importantísimas reformas, tanto en temas económicos, como en términos políticos y de derechos humanos, daríamos un pésimo ejemplo al resto de los países árabes y musulmanes, que verían en esta decisión una actitud insolidaria y frentista respecto a los intentos de acercamiento y superación de barreras, y tirarían la toalla del reformismo para seguir agazapados en sus tiránicos sistemas teocráticos. Es innegable que la entrada de Turquía en la UE crearía una importante demanda social (de democracia, de derechos humanos) en muchos países de la zona, cuyas sociedades exigirían a sus gobernantes actitudes similares a las de los poderes turcos.
Por último, y en términos de seguridad, las incógnitas que plantea llevar las fronteras de la UE a una zona de inestabilidad como Oriente Medio (convirtiéndonos en frontera de países como Siria o Irak) son, sin duda, menores que el hecho de no llevarlas. Exportar el modelo de la UE al mismísimo corazón de la zona más conflictiva del planeta es arriesgado, pero es la mejor “guerra preventiva” que tenemos frente al terror, al fundamentalismo islámico y los Estados que lo amparan. Esta ampliación, por fin, convertiría a la UE en un actor internacional fundamental con mucha mayor capacidad de influencia en Oriente Medio.
Sin duda hay algo más que ganaremos si conseguimos que Turquía sea Europea. Uno de los inspiradores de la UE, Jean Monet, encerró en una frase el sentido último del proceso europeo: “no creamos alianzas de Estados, unimos hombres”. Si conseguimos no desviarnos de esta bella abstracción, de esta utopía posible de la que se derivan todos los beneficios prácticos para los habitantes de la UE, habremos ganado la batalla más importante.
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