Zumos de roble y sol
Nada hay más ligado a la tierra, a su emanación sobrenatural, que el vino. Surge de la matriz, de la misteriosa comunión de la mano del hombre y la parra, del canto y la paciencia, tecnología de lo verde que sí, por una vez, nos liga al pasado, a sus alquimias y exégesis. Se cuece al sol y a la lluvia, se calma en el fango, en las noches. El vino es la cultura de los pueblos, es la metáfora de la civilización, es el mito fundacional de Europa: lo mismo en lo diverso. Nos da tiempo, o espacio.
Hoy hablaré del vino de Jerez, textura olvidada, tegumento de la memoria. Fermentado en estepas largas y tranquilonas, uvas lamidas por un sol atlántico y azulón que genera la luz mineral que colorea de dorado-tarteso las riberas de los ríos. Los extranjeros llegaron oliendo a maíz, a especias, a cacao, a whisky: fundaron estirpes con las crines de los caballos. Entrevieron el final del día en las Hespérides, un lugar de fin de fiesta, un Sur hecho de aguas saladas y dulces arrastradas en corrientes abisales y hercúleas desde Grecia y Asia Menor y Fenicia, y navegantes hacia las Américas, y percibieron la fantasía cardinal que casi los situaba a las puertas de Sirio bajo el hervor de la canícula perezosa. Así, los extranjeros lloraron las uvas, palparon el cristal que resbala por el líquido de terciopelo y seda y esparto que acartona la lengua y la nariz en un beso seco y metálico, un retazo que tenía que ver con el sexo y el dolor, con el orgullo y el milagro. Barricas de roble, lechos de posos, literas de turnos, dieron lugar a venenciadores, al arte de venenciar, de lanzar el zumo de sol en finos vasos donde, ya con el reposo de los siglos, sí, se licuaba, por fin, el fango, la marisma, la pezuña del toro, la mano del extranjero, el sosiego de la planicie, la mirada del flamenco, el extravío de la garganta. Y viajaba, y surcaba mares, y rompía sales y brumas para amar los labios de los ingleses en clubs de bridge y puros habanos.
Y en las casas rajadas por la humedad voraz, en las paredes compuestas de junco y pizarra, ebrias de albero, de yema, de Jerez y del Puerto, se sentía una nostalgia de incienso, cercana a lo lúgubre. Siempre recordando los lugares donde no se estuvo pero que se amó como se ama un amor perdido: América, Londres. Y aquí, la tierra, siempre la tierra.
2 Comments:
Eso bebe vino, mucho, vino que te ayudara a olvidar las penas...que las tuyas son muchas...
Las barricas de roble de Jerez no sólo sirven para el vino, los escoceses son muy listos y el buen whisky sólo está en este tipo de barricas. La duda es, ¿qué sería de los buenos maltas si no los hubiera contenido una de esas barricas?
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