Vuelve Twin Peaks
En el trance de quedarme dormido he cambiado casi sin querer de canal y he puesto Cuatro. Con este movimiento fortuito me he quedado paralizado frente al televisor durante una hora, viendo la única cosa que me ha producido verdadero pavor en mi vida: Twin Peaks. Quince años después he reunido el valor para ver el último episodio, aquél que grabé y guardé en el altillo de un armario pero nunca quise ver. Por supuesto me he quedado en vela, sobrecogido aún pero agradecido a Lynch, que ha hecho la mejor serie de la televisión de la historia, para mí mejor que cualquiera de sus películas. Es el maestro del desconcierto con mayúsculas, del barroco estilizado, de los tempos menos convencionales, de una trama complejísima y sesuda que, para rabia y tensión del espectador imbuido, descarría con malévola y deliciosa frecuencia en irrelevantes historias de segundo orden y en finísimos golpes de absurdo. Los colores más saturados, las texturas de terciopelo, las voces metálicas, los secretos más inconfesables, anidan entre las pesadísimas cortinas y las vigas de madera del Gran Hotel del Norte, al borde mismo donde una cascada empieza a derramarse y rodeado de bosques de altísimos y oscuros abetos, cerca de la frontera con Canadá. Árboles que uno no sabe decir si se mecen o se retuercen azuzados por el viento que baja de las cumbres. Son árboles de Poe, árboles que respiran y observan y que han visto demasiado. Los personajes más estrambóticos son los más inofensivos. O no. Laura Palmer, la chica dulce y perfecta que llevaba una vida paralela que congela la respiración, marcó la vida de un pueblo. Todos, hombres, mujeres, novios, amigas, familia y hasta desconocidos que nunca la vieron en vida se enamoraron de alguna manera de ella. Su muerte no destapa exactamente nada, sino que sacude y recrudece los extrañísimos vínculos que ligaban tantas existencias, todas y cada una de ellas cautivadoramente miserables. Lynch será probablemente la única persona que me haga adorar las notas de un fondo de jazz, la mediocridad americana y la parte oscura de la vida.
Carlos Gómez Zamorano (Luchi)
Me llegó vía e-mail. Me parece pertinente reproducirlo.
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