martes, marzo 13, 2007

Oposición al Estado

Señalaba Hannah Arendt que la esfera pública “es incapaz de albergar” las sensaciones más privadas, y por tanto, menos comunicables que existen –más subjetivas-, y ponía al dolor como ejemplo. El dolor es algo “inapropiado” en la esfera pública porque nos priva de la perspectiva que nos permite ver la realidad de lo público. Entre el dolor –íntimo, subjetivo, inconfesable- y cualquier otra consideración, el dolor eclipsa, el dolor borra lo demás, anula conceptos, impide el análisis.

Pero la derecha ha permanecido fiel a su tradición, y ha optado por utilizar esta arma de manipulación masiva, esta bomba racimo para el pensamiento. Rajoy y sus secuaces han hurgado en las entrañas de la sociedad, buscando desesperadamente las heridas de una España golpeada por el terrorismo para hacer sangrar al Gobierno. Con ello, han roto definitivamente la norma básica de nuestra democracia y uno de los puntos sagrados del Pacto Antiterrorista: hay asuntos de Estado –como el terrorismo- con los que no se hace oposición.

Una vez más, la derecha, cuando no está en el poder, confunde Gobierno con Estado. Se da esta confusión cuando intervienen en el Tribunal Constitucional para derribar un Estatuto de Autonomía; cuando se manifiestan contra las decisiones del Tribunal Supremo; cuando instigan conspiraciones falsas con el único fin de justificar las mentiras de Estado de cierto ex ministro del Interior; cuando tratan de convertir a De Juana Chaos en el signo político hegemónico de la legislatura.

En su análisis, piensan que es el Gobierno socialista el que sangra. Pero es España, su Estado, su democracia, su sociedad, la que tiene las costuras abiertas y en carne viva. Los expertos en marketing político de Génova han decidido que era inútil criticar la situación económica, las leyes de amplio calado social, siquiera la política exterior, y han decidido manufacturar el dolor, envolverlo en el celofán iridiscente de la bandera española y servirlo frío en la Plaza de Colón con un festín de banderas y proclamas.

No es sólo una confusión táctica. Es, además, estratégica. Casi ontológica. Es la imposibilidad intelectual, histórica y ética que tiene la derecha española de comprender que el Estado no tiene propietarios morales ni dueños históricos. Que la democracia, lejos ya de caciques decimonónicos y generales cortijeros, pertenece a las leyes, a los ciudadanos, a las instituciones.

Pero esta confusión responde a otra clave política: Rajoy y su equipo se juegan todo su poder dentro del PP de cara a las próximas generales. Y el gallego sabe dos cosas: primero, que a falta de discurso y de proyecto alternativo, sólo puede rascar votos azuzando las vísceras de la política antiterrorista; y segundo, que sólo cuenta con el apoyo incondicional de la derecha más extrema, siempre y cuando se mantenga en la cultura de la crispación absoluta propalada por las ondas radiofónicas. Y Marianico, ni corto, ni perezoso, ha decidido lanzarse en plancha, dar carnaza, y animar el fuego de una llama hambrienta y avivada con el gas venenoso del dolor. Y mientras, que salten las costuras del Estado.

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