Cronología del cuero cabelludo
Cuando llegué a Madrid, la ciudad vivía una especie de nostalgia pueril por lo que había sido la Movida y miraba, con bastante envidia, a Barcelona. Los 90 fueran de Barcelona, hay que reconocerlo: las Olimpiadas dejaron una ciudad brillante, moderna, abierta al mar y al mundo, un lugar en el que todo era de diseño y Europa se bañaba en el mediterráneo. La Movida, tierra adentro, se había apagado en un lento olvido de decadencia, enfermedades y drogas, Álvarez del Manzano destrozó cualquier iniciativa cultural y llenó la capital de chirimbolos del peor gusto y, en general, en apariencia, todo era confuso y algo tristón. Digo "algo", o "en apariencia", porque con cierta perspectiva te das cuenta de que las cosas no eran como realmente aparentaban ser. Aquí ya no hay nada. Todo está ahora en Barcelona. Fíjate qué casposo es todo aquí. Y el folclórico este en la alcaldía... ¡Manda huevos! Se odía decir a cualquier moderno nostálgico por los aledaños de Fuencarral. "Madrid ha muerto"... escribió en 1999, a modo de novela elegíaca, un Luis Antonio de Villena que se dejaba ver por los tugurios más o menos truculentos.
Yo teía 18 ó 19 años y ahora que esa etapa ha concluido puedo pintar un poco mejor aquellas noches, aquellos días de aparente decadencia. Los locales no tenían hora de cierre y era posible amanecer en cualquiera de ellos. Después de aquello, había aún más locales a-legales, dispuestos a acogerte, a ti y a cualquier cosa que se moviera por la calle. La moda era confusa, pero estraordinariamente divertida y libre: los últimos heavies se mezclaban con pijos y bakaladeros y surgía una nueva estética con fuerza: lo tecno y lo ciberpunk. De repente, la noche de Madrid se llenó de jóvenes que se pintaban los pelos de colores fluorescentes, que se ponían piercigns en los lugares más insospechados y rodeaban sus cuellos con collares de perro. Pantalones anchos, estética militar, camisetas de fútbol: de la naranja mecánica, la selección holandesa. La consigna era bailar y olvidar, conocerse todos los clubs, tomarse todas las pastillas y ligar si aún tenías conciencia. En el ligue, todo valía, cualquier opción, cualquier combinación, cualquier lugar. Sin prejuicios. La petarda de Lucía Etxebarría narra bien los ambientes y las atmósferas de aquellos momentos, aunque sus historias sean mucho menos interesantes de las que ocurrían en la realidad. Recuerdo un local cutre y oscuro, el Papillon, en pleno barrio de Chueca, donde era posible encontrarte, por igual, a alguna actriz de televisión con alguna raya de coca de más, o a un travesti, o a un tipo rapado y embutido en cueros, o a un chapero, y por supuesto, a varios camellos oportunistas capaces de vender su alma por dos duros. A veces, la noche podía ser directamente estúpida: locales en los que terminar bailando "Estoy llorando por ti" con la drag-queen más barata. A veces, extrañamente pretenciosa, en la Sala Maravillas, escuchando y bailando un brit-pop infumable. La ciudad estaba hecha una mierda, más llena de zanjas que ahora, pero eso no impedía que se realizasen macro-botellones que, a veces, terminaban en una kale-borroka brutal con la policía. Un nihilismo en el que una cosa estaba clara: casi todo estaba permitido y salir era una aventura con un único fin: lo que fuera. Sin orden, ni dicho sea de paso, conciertos de interés. En la exaltación de la inconsciencia y el pasotismo se puso de moda, después de salir, si no se terminaba en algún antro peor o en alguna cama ajena, ir a desayunar al Iberia, un bar cutre de putas, taxistas y policías que sigue existiendo, pero en una versión reformada e higiénica, en la plaza de San Bernardo. Era la exaltación hispana de la mancha de aceite y la tragaperra que redimía de los láser, el tecno y las anfetaminas. No quedó casi nada de interés. Películas como "Más que amor, frenesí", o "No me hables de los hombres que me pongo atómica", con Cayetana Guillén Cuervo surcando Madrid con los pelos pintados de azul, dan cuenta de aquel Madrid de transición, entre la nostalgia y la celebración inconsciente.
Hoy Madrid es una ciudad bastante más de moda, más brillante, más ordenada, sin botellón, ni casi drogas, con locales sin humo y con Gallardón inaugurando teatros.
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