viernes, enero 20, 2006

Tokio Blues, Norwegian Wood

En esta irregular fase lectora que atravieso (mezclo los libros de la tesis con hiperdocumentos, poemas leídos por Internet y novelas que devoro a ratos desordenados) ha caído una novela llamada Tokio blues, Norwegian Wood, del japonés Haruki Marukami. Al parecer, está siendo un tremendo éxito mundial en ventas y la crítica no se ha portado mal con ella. Daré mi impresión.

Tokio blues se construye a sí misma sobre un doble propósito: el de ser, por un lado, una novela engastada en el género de "aprendizaje", una historia de juventud en la que el protagonista -el joven Watanabe- descubre el sexo, el amor, la soledad y el abismo y, por otro, el retrato coral de un determinado tipo de modernidad: el temblor y la revolución de costumbres que sacudió al mundo en 1968. La novela se da paso a sí misma como un recuerdo: Watanabe, 18 años después, en un aeropuerto de Amsterdam, escucha Norwegian Wood, de los Beatles, y como un fogonazo emergen, de golpe, los años de su juventud, aquellos que comienzan con el suicidio de su mejor amigo y que continúan con su marcha a Tokio, a la Universidad. Watanabe sigue manteniendo la amistad con la que fuera novia de su mejor amigo, Naoko, una chica bella y traumatizada que simboliza la fragilidad de la existencia, la belleza como herida, como pureza casi inalcanzable, la imposibilidad de dominar la emoción y, sobre todo, de olvidar la tragedia. Watanabe se enamora de Naoko, pero ella, ingresada en una residencia para enfermos mentales, es incapaz de abrirse a un nuevo tipo de vida. Paralelamente, Watanabe vive los años livianos de la Universidad, experimentando el descubrimiento desenfadado del sexo con desconocidas y los abismos posteriores, mezclando el alcohol y la literatura, viviendo la amistad cuando ésta aún asume una inocencia indulgente que nos posibilita gozar y conocer una diversidad radical de psicologías y éticas: una apertura al mundo basado en la tabula rasa, en la mirada limpia del adolescente que prefiere absorber a juzgar, experimentar a negar. El sí, al no. Y frente a su "sí", está Naoko, el "no". Refugiada, rodeada de muros que contienen su tristeza: Naoko es ajena a la vida que se afirma en la respiración de Watanabe.

Y Watanabe, perido por los tejidos de una confusa vida universitaria, a la deriva en un mundo que escucha a los Beatles y que lee novelas de Scott Fitgerald (sombra literaria que inaugura el desfile de referencias del texto), termina dando con Midori, una chica con otra dura historia detrás, pero opuesta a Naoko. Apegada a la existencia, decide habitar el mundo adherida físicamente a él, dejando que por sus venas transiten la sensualidad y el dolor, el amor, el sexo y el desengaño. Sin culpas ni melancolías. Naoko, finalmente, se suicida. Watanabe vuelve a sentir el vacío existencial que le atormentó cuando su mejor amigo, que fuera primer novio de Naoko, terminase con su vida. Sin embargo, Watanabe decide apostar por Midori, vivir con la muerte como una parte de la vida, no como su fin trágico, y seguir diciendo sí.

En Tokio blues una incógnita recorre la novela: ¿Quién es Watanabe? Sabemos poco de Watanabe, incluso aunque el narrador, en primera persona, se dé paso a sí mismo desde la distancia del tiempo. Este recurso, que hubiese podido justificar el análisis -o mero abordaje- de la materia de la memoria, que podría haber convertido el recuerdo en su propio relato a la manera de una Recherche, sin embardo, parece sustituible, un mero artefacto blanco y azaroso. En este sentido, Watanabe es un cúmulo de circunstancias, de episodios yuxtapuestos más o menos logrados. Tokio blues es planteada como el recorrido psicológico de un joven trenzado en los vaivenes la vida, pero termina naufragando en un esbozo sin contenido, convirtiendo a Watanabe en una excusa, un punto cerrado que hilvana las historias que se suceden a su alrededor, pero que termina disolviéndose en un mero descriptor de lo ajeno, un espectador que, dentro del texto con el que pretende interactuar, sólo logra imponerse reivindicando su nombre, Watanabe, inmerso en una maraña de relaciones sexuales que casi podrían resumir su existencia bajo la fórmula, y con perdón de Descartes, en un "yo follo, luego existo". La primera persona es el artilugio falsamente unificador de una psicología que no existe, de una mirada que no hay. Lo que más molesta de Tokio blues es que la delgadez del personaje no es una construcción por sustracción, no es una inexistencia literaria, no es un descenso a la nada, sino, sencillamente, una excusa articuladora, hueso sin carne.

Un cúmulo de historias más o menos interesantes, una descripción ágil y certera de un momento, 1968-1970, y un lugar, el Japón abierto a la modernidad, joven y occidentalizado, hubiesen requerido de un joven un poco más carismático. O más existente. Aunque no sea demasiado, al menos igualado a las Naoko y Midori con las que se relaciona. Tokio blues hubiese sido, seguro, una balada de nostalgia de las que marcan una época y resucitan la historia de aquella generación perdida. Nos quedaremos con algo más modesto.

PD: (Para Nacho) Tengo a Roth en la mesilla de noche tardará poco en caer, pero necesito un poco de tiempo porque para leer en inglés me gusta hacerlo con un diccionario cerca.