La provincia de Madrid
He estado más de siete años viviendo en Madrid, pero ayer, en plena Castellana, volví a sentirme como un recién llegado. Noté la provincia acomplejada en mi cogote, como cuando uno llega por primera vez y mira los rascacielos de Cuzco o las cúpulas de la Gran Vía. Impresión falsa que enseguida lo reconcilia a uno con el Madrid cálido y provinciano que late tras la fachada de la megalópolis, un Madrid de chocolate caliente y plaza de pueblo, un Madrid de adoquín y tejado que estrechea castellano hacia dentro, con hambre de meseta y sed de carajillo. La provincia se la inventó Madrid, que siempre quiso proyectar sus grandes ministerios allá en las lejanías, y a golpe de Ley orgánica ordenó una España de Diputaciones, Ayuntamientos y Juntas de Distrito, unas administraciones de pasillos y ventanillas y sellos que engullen a los paisanos con sus organigramas de burócratas cansinos. Aquí un cortado, José Luis. Decimos bar adentro, y ya estamos en ese otro Madrid. Doblamos una esquina de la Castellana, perdemos de vista la escenografía vertical de empresas y bancos, de grandes aseguradoras que le echan a este país imposible el último cerrojazo de tranquilidad, y nos encontramos con nuestro pueblo, con nuestro bar, con nuestro periódico de mancha de leche opinado con pereza por todo el barrio. Madrid es el pacto de los provincianos que necesitamos una capital que nos acoja en su seno de piedra y papel. Fue la prosa de grumos de Baroja y la letra escatológica de Cela. Madrid fue, alguna vez, un premio literario para los escribanos que querían escribir España.
Los segundos se resbalan como el aceite por las estrías del churro. Las mañanas madrileñas te acogen con su mullido colchón de rutina y despacho: mañanas que sueñan, desde su archivo y su pasillo, gestionar la anchura de una España de difusas costuras y, a veces, cariacontecida, se olvidan de España. Y entonces, España lejana e inimaginable, atrapada en un siglo XIX que nunca se terminó de terminar, es una enorme pronvicia resumida en Madrid.
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