lunes, septiembre 17, 2007

Savater

Savater está en la mente de mi generación como un padre suplente –o supletorio. Todos fuimos, en cierta manera, Amador, ese hijo real pero a la vez abstracto y generacional, ese hijo de la democracia naciente en la que nacimos, al que dedicó varios libros que eran manuales de vida. Ayudó a nuestros progenitores a educarnos y por tanto somos los que frisamos la treintena quienes, consciente o inconscientemente, hemos heredado sus reflexiones.

Supongo que es imposible deslindar la filosofía -el pensamiento abstracto que se construye con los instrumentos de la razón- de esta vida irracional. Pero lamento que la vida irracional haga más dogmáticos los planteamientos de algunos filósofos. Savater es y será respetado por quienes hemos aprendido a pensar estimulados por la espuela de su palabra. De él he sabido que exigirle a la realidad que sea mejor y más justa es una postura inconsolable, pero insustituible. Como dice Zygmunt Bauman, la izquierda no debe reeditar verdades que el tiempo volvió obsoletas, sino redimir las esperanzas del pasado, actualizar constantemente nuestra aspiración de justicia social y progreso. Y Fernando ha traducido esa inquietud constante que empuja al pensamiento progresista hacia el futuro en palabras y razones, con sólidos cimientos hechos de valores, y con el hormigón armado de una audaz inteligencia.

El filósofo siempre debe tener algo de incómodo, algo de “pepito grillo” y no de reflector condescendiente de la realidad. El problema es que la realidad no cambia por más que no nos guste, y por eso la filosofía no es igual a la política. En la elegancia de un pensamiento abstracto solemos encontrar la inspiración ética para actuar, a menudo topamos con cuestiones incómodas y preguntas certeras, pero rara vez hallamos soluciones prácticas. Cuando el partido que promueve Savater entre –si entra- en el Parlamento, y alce la mirada verá que hay un número estable de diputados nacionalistas votados por ciudadanos españoles. Verá también que tal vez haya mordido un pedacito del electorado del PP o acaso del PSOE. Pero ni un gramo de aquel contra el que enfrenta: la tarta política seguirá, en esencia, igual. Tal vez sea muy racional pensar que los nacionalismos perjudican los intereses generales del país, que se fundan en creencias metafísicas que van en contra de los principios liberales que empujaron a Europa hacia la modernidad. Yo lo suscribo. Pero entiendo que seguirán obteniendo votos, escaños, gobiernos autonómicos, diputaciones y ayuntamientos. Esas son las reglas del juego democrático. Y ahí, la utilidad de una reflexión que prescinde de la realidad se vuelve hueca y hasta peligrosa. La historia, y Max Weber, nos ha enseñado a discernir entre la ética de la responsabilidad y la de la convicción. También nos ha enseñado que la política hecha sólo con convicciones, la política que se desentiende de la realidad, acaba llevándose por delante a la realidad, pero también a las convicciones.

No soy el único al que se le planteará una curiosa paradoja: estoy de acuerdo con el Savater filósofo en muchas de sus reflexiones. Pero jamás votaría esa reflexión dicha en el Congreso de los Diputados. Savater nos enseñó a pensar la democracia como una responsabilidad cívica y activa. Y creo que, metiéndose en política, hemos perdido al Savater incómodo, al filósofo necesario, que tanto nos gustaba.

Artículo original en El Plural

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