La “batalla de las ideas” de Aguirre
Hace ya bastantes años, el filósofo y asesor político Allan Bloom, profesor de Paul Wolfowitz en la Universidad de Chicago y de algún otro halcón de la Casa Blanca, recomendó a Bush Padre que llegase a Bagdad y derrocase a Saddam Hussein. Ya que estaban en guerra con Irak, con motivo de la invasión de Kuwait, debían llegar hasta el final. Bush padre desoyó aquel consejo y, desde entonces, la derrota del dictador iraquí se convirtió en una obsesión para los neoconservadores americanos.
Aquella frustración bélica está en el origen de la ofensiva neoconservadora que ha dominado hasta la reciente derrota de Bush hijo, y cuyas consecuencias conocemos todos.
Es oportuno hoy recordar la figura de Allam Bloom (padre ideológico de los neocon) para despejar la empanada mental que Esperanza Aguirre y Aznar están provocando en la derecha española, a cuenta de lo que ellos llaman “la batalla ideológica”, emulando a sus homólogos norteamericanos.
El concepto de “batalla ideológica” no es, propiamente dicho, patrimonio de la derecha, sino de la izquierda. Los neoconservadores lo adoptan –y lo adaptan- de Antonio Gramsci, que ya habló de “guerra de posición”, es decir, lucha comunicativa para propagar el pensamiento marxista, como paso previo a la revolución del proletariado.
En la revolución de las costumbres de los años 60, los conservadores –no los liberales-, comprenden que el pensamiento progresista ha ganado la batalla de las ideas. El mundo cambia, y no precisamente hacia las posturas conservadoras. Esto les hace recapacitar y empiezan a tejer una red de think-tanks con recursos suficientes para elaborar mensajes que, divulgados por los medios de comunicación afines, recuperen el espacio social perdido. En España, Aznar copió la táctica y creó tanques de pensamiento como la FAES, o el GEES.
Cabe aquí hacer una precisión importante. La “batalla ideológica” que plantean los neocon, constituye, en sí misma, una lucha frontal contra la izquierda en todos los ámbitos: social, político, económico, mediático y cultural. Se basa en la distinción que hace el filósofo alemán Carl Schmitt entre “amigos” y “enemigos”, según la cual, la política imita a la guerra. ¿Qué consecuencias prácticas tiene esta postura, que ahora quieren adoptar Aguirre y Aznar, frente a la opción más moderada de Rajoy? La principal consecuencia es la política entendida como intervención constante y contundente en el espacio público. Efectivamente, ¿cómo se puede “hacer la guerra” sin intervenir? Esta es la explicación por la cual el Gobierno regional de Aguirre es intervencionista al máximo: con una Telemadrid convertida en la televisión del partido, todas las licencias de televisión otorgadas a medios afines, médicos cesados de sus funciones por motivos ideológicos, y la presidenta maniobrando para poner y quitar a presidentes de cajas de ahorros. ¿Cabe más intervención por parte de un poder público?
Desde luego, Aguirre es consciente de que se ríe de todo el mundo cuando se reivindica como liberal: estas contradicciones, más que formar parte del cinismo habitual en política, nos hablan de un relativismo moral indecente. Ese es otro de los engaños de esta “batalla ideológica”: culpar a otros de un relativismo moral propio y evidente. De reclamarse como lo que no se es, de mentir, de manipular, de maniobrar con fines torticeros contra tus compañeros de partido, anteponiendo los intereses personales a los colectivos. Eso es relativismo moral.
El problema es que no basta con rasgarse las vestiduras. Hay que pasar a la ofensiva. Si la izquierda se contenta con escandalizarse, pensando que el sentido común del ciudadano medio castigará a Aguirre, podemos llevarnos una desagradable sorpresa. Esto es, precisamente, lo que ha ocurrido en EE.UU, durante varias décadas de nefasta hegemonía de los republicanos. Aquí, estamos a tiempo para evitarlo. La batalla de las ideas, si la libramos, la ganamos. Pero hay que lucharla.
Artículo original en El Plural
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