jueves, febrero 19, 2009

¿Qué es la corrupción?

La modernidad es (aparentemente) contradictoria. La vida del hombre occidental se ha construido sobre dos tensiones básicas: por un lado, la noción del bien común, el problema clásico de la polis; por otro lado, la satisfacción de los derechos y deseos privados de los individuos y grupos. Del primer aspecto se ocupa la democracia, y del segundo, la economía de mercado, el capitalismo. Como bien advirtió Rousseau, en la sociedad moderna, el hombre es ciudadano, y a la vez, burgués. Y la política es, o debiera ser, la búsqueda de una solución que hiciera posible la convivencia justa y ordenada de estas dos pulsiones básicas, entre ciudadanos y burgueses.

Lo que caracteriza a Esperanza Aguirre no es que sitúe el punto de equilibrio más cerca del burgués que del ciudadano. Ni siquiera que anteponga claramente el interés privado al interés público. Eso sería lo normal, lo previsible, en el pensamiento político de derechas, o –según la terminología eufemística del marketing conservador- liberal. El problema es que Aguirre no cree en el espacio público de ninguna manera. O mejor dicho, es una firme detractora de la idea de polis, de la noción de espacio público, del concepto de interés general.

Para ella, el único interés para el que cabe gobernar, es el interés privado. La política no satisface a la colectividad, sino busca maximizar beneficios a un conjunto variable de individuos que nunca significan nada más que su propia suma circunstancial. Su teoría es que, si no existiese lo público, no podría haber corrupción, porque la corrupción es consecuencia de la existencia errónea de una estructura institucional sostenida por principios compartidos y por cargas impositivas. Pero es más que la consecuencia, es la propia causa de lo público: el robo de la colectividad al individuo, los impuestos, el intervencionismo estatal.

No gobierna para el bien común, gobierna desde y para el interés privado. Por eso, no ve escandaloso que un burgués haga lo que se supone que tiene que hacer: enriquecerse. Para ella, que lo haga a costa de los recursos públicos, evidencia la maldad de lo público, no del deseo ilimitado de lucro. En la selva no debería existir la transgresión de la norma, sencillamente porque la norma no debería existir.

La virtud cívica, la necesaria contención que impone la vida en sociedad, difícilmente puede ser defendida por quien sólo cree en la búsqueda individualista del placer, entendiendo el placer como apetito de lucro. Colocar de vigilante de lo público a quien es un firme defensor del absolutismo del interés privado, es como poner al lobo a cuidar de las gallinas. Tarde o temprano, no resiste la tentación de comérselas.

Pero, en el desprecio a esa idea superior de bien común, hay un desprecio implícito a la política. Rajoy tiene el difícil reto de construir una derecha civilizada, que crea en la política, que no desprecie lo público. Que, al menos, mire a los ciudadanos.

Artículo original en El Plural

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martes, febrero 03, 2009

Canibalismo

El gancho

Según la definición al uso, el canibalismo es la práctica de alimentarse de miembros de la propia especie. Para la mayoría de las culturas, el canibalismo es un tabú infranqueable, la última norma que se puede transgredir, el símbolo de la degeneración (pérdida del género) total. El canibalismo, cuando se produce, o es una práctica justificada e integrada en la cultura (hay culturas caníbales), o es un acto impulsivo de supervivencia que surge cuando los miembros de la especie no tienen de qué alimentarse.

En la mitología griega, el canibalismo hace su aparición en la figura de Cronos, que devoraba a cada hijo suyo que nacía, ante el miedo a ser destronado por uno de éstos. Goya lo tradujo, latinizado, en unas fieras imágenes que representaban a Saturno en toda su crueldad. Luego, hemos tenido casos, como el del equipo de rugby que se perdió en los andes. Y películas, como “Cuando el destino nos alcance”, en el que la sociedad transformaba a los cadáveres en populares galletitas; o el célebre “Silencio de los corderos”, con Hanibal Lecter reinando sobre el trono de la brutalidad calculada.

Salvando las distancias, el canibalismo es también, es, metafóricamente, una práctica que puede darse en política. Hay quien se come a sus hijos para salvaguardar su trono. Hay devora al compañero cuando no hay nada que llevarse a la boca. Hay quien fagocita al de su especie porque forma parte de su cultura política.

No sabemos cuál de esas formas de canibalismo se ha instalado en el PP madrileño, que la esencia concentrada del PP nacional. Tal vez todas, y alguna más. El odio personal y la desconfianza son ya el único elemento en común entre facciones y tribus, unidas por un difuso sentido de pertenencia a una derecha que siempre actuó devorando a los demás, y que ahora se devora a sí misma.

Pero tres aspectos deberían hacer reflexionar a la izquierda.

Primero, el liderazgo de Rajoy está ya herido de muerte y durará, previsiblemente, hasta las europeas, momento en el que se abrirá una etapa de redefinición ideológica, social y política de la derecha. ¿Y si lograran completar el eterno viaje al centro?

Segundo. No nos hagamos ilusiones. Los votos que ahora se fuguen del PP a Rosa Díez, volverán al PP si este partido se endereza.

Tercero. Hemos asistido a la entrada de PRISA y de El País en la guerra interna del PP, y esto puede tener un trasfondo que desconocemos. ¿Qué intereses hay detrás? ¿Qué pactos? ¿Qué señales a Zapatero?

Cuando dejen de devorarse unos a otros, se irán despejando estas claves.

Artículo original en El Plural

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viernes, enero 16, 2009

Que hablen de Palestina

El gancho

Que hablen. Tenemos derecho a exigírselo, y así lo ha hecho Zapatero, pero yo voy más allá. Que hable Rajoy, que hable Rouco, que hable el Foro de la Familia, que hable Fernando Savater, que hable Rosa Díez, que hable la COPE, que hable Basta Ya. Que todos los beligerantes defensores de sus principios, que los guardianes del tarro de las esencias de la unión, el progreso y la democracia en este país, hablen y expresen, en libertad, sin reparos, pero sin cortafuegos ni cortinas de humo, su posición ante la ofensiva israelí. A favor, o en contra.

Cuando se produce un genocidio, cuando mueren civiles hablar es una obligación moral. En esto, sigo la afirmación de la judía Hannah Arendt (ahora que el presidente la cita, me animo yo también), de que, en política, la palabra es acción. Y lo decía una persona que, precisamente, padeció los rigores del silencio cómplice de algunos, ante el holocausto, el exilio, la opresión que sufrieron los judíos en la Alemania nazi. Por tanto, que salga hasta la última palabra de los rincones de las conciencias. No podemos entrar en guerra, pero, como decía Blas de Otero, “me queda la palabra”.

No creo que se pueda admitir, por mucho más tiempo, el truco alambicado de las medias tintas, de los cerros de Úbeda revestidos de falso intelectualismo (“esto es muy complejo”, “las dos partes son responsables”…etc). Si el conflicto era complejo, la política debería haber sido el único camino. Si Hamás es un grupo terrorista, se le debía haber perseguido policialmente, dentro de los límites del Estado de Derecho y respetando a la población civil. Si Palestina es un país no reconocido por Israel, no puede ser objeto de una guerra por parte de su propio Estado.

Pero acudir a los tanques, los bombardeos y los civiles muertos es reducir la complejidad del problema a las ruinas del odio más básico. Los matices políticos, se disuelven en el drama humano del desgarro, de la pérdida y de la destrucción injustificada, en una tierra demasiado teñida por la desesperación, y demasiado acostumbrada a que se imponga la lógica de la venganza, en lugar de la lógica a secas.

No hay nada de heroísmo en el exceso militar, la desproporción bélica y el dolor que está causando Israel en una población infinitamente más débil. Hay, eso sí, mucho de culto a la fuerza y de exhibición del poder, y deberíamos saber en qué ciudadanos españoles anida ese mismo ánimo, cuando demonizan cualquier tipo de diálogo, en cualquier tipo de circunstancia.

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miércoles, enero 07, 2009

La crisis de la crisis

El gancho

En las últimas semanas, han aparecido, simultáneamente, tres encuestas que amplían la ventaja del PSOE en relación al PP. Las tres han tenido un efecto demoledor sobre la moral de la derecha pero, sobre todo, han significado un desmentido general a la predicción de algunos medios de comunicación –especialmente, los críticos con el Gobierno- sobre los efectos demoscópicos que la crisis económica iba a producir en la ciudadanía. Pensaban que el binomio crisis económica-desgaste del Gobierno era una ecuación inevitable, casi matemática; que los datos del paro tendrían un efecto directo y previsible sobre la opinión pública.

Lo que estas encuestas han demostrado, es que cierta interpretación de la crisis, está en crisis. En concreto, están en crisis las atribuciones simplistas e intencionadas de la responsabilidad sobre el aumento del paro y las negativas cifras macroeconómicas. Está en crisis mirar al 2009 con los mismos argumentos que la derecha utilizó en 1993 (el fenómeno es completamente diferente), y está en crisis minusvalorar la capacidad crítica de una ciudadanía cuya comprensión de los acontecimientos que sacuden el mundo es más profunda y compleja de lo que algunos creen.

No resulta tan sorprendente el resultado de los sondeos, como la sorpresa de algunos ante los mismos. ¿Tan difícil resulta comprender que la complejidad de lo que estamos viviendo es demasiado evidente, no sólo para analistas sesudos, sino para el conjunto de la ciudadanía? Cuando los in-puts informativos apuntan a una interconexión de causas sin precedentes (desde las hipotecas subprime americanas, hasta la debilidad del sistema financiero internacional, pasando por la inestabilidad del precio del crudo, escándalos antológicos como el de Madoff y quiebras de prestigiosos bancos europeos), pensar que un chorreo de titulares negativos va a convertir a Zapatero o Solbes en responsables directos de lo que está sucediendo, es confundir los deseos con la realidad.

De todo esto podría extraerse una aleccionadora conclusión: que depositar las esperanzas políticas en que las cosas vayan mal, es más propio de la desesperación que de una alternativa sólida, capaz de ofrecer propuestas y soluciones. Pero es también producto de una limitada comprensión de cómo funciona nuestra sociedad, de una escasa valoración de la capacidad de los ciudadanos para formarse juicios propios, y no reproducir los esquemas que se suministran desde determinados foros.

Hace unos 40 años, Umberto Eco, en sus innovadores estudios de semiótica, refutó las teorías deterministas (aquellas que decían que los medios tienen el poder casi absoluto de dirigir la opinión pública) con un hallazgo, a menudo olvidado. Descubrió que, en contra de lo que suponían los psicólogos conductistas, el lector/espectador es un sujeto activo con capacidad de resistencia cognitiva frente al asedio mediático. Dicho con otras palabras, que era capaz de ejercer una lectura crítica y autónoma de lo que acontecía ante sus ojos.

Desde los aciagos días del 11-M, la derecha mediática y política repite, una y otra vez, la misma estrategia, y cada sondeo les devuelve a la misma frustración. Desde hace algunos años, no comprenden a los ciudadanos.

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martes, diciembre 23, 2008

Que no resucite el halcón

El gancho

El precedente es malo, pero puede servir de alerta. La crisis de los 70 se saldó con un giro conservador que duró casi dos décadas. En el río revuelto de la desconfianza, Tatcher y Reagan capitalizaron el descontento ciudadano con un discurso basado en el orden, la vuelta a las tradiciones, la familia y el mercado desregulado. Y, aunque los autores intelectuales de aquella crisis, militaban en sus filas, la derecha pudo ocultar este hecho, y desplazar a laboristas y demócratas con una apelación al trabajo duro, al orden social, al mérito individual y al Estado Leviatán. Mensajes simplificados basados en valores éticos, y no en soluciones o análisis racionales sobre el origen y la naturaleza de la crisis, que se demostraron efectivos para librar y ganar aquella batalla política.

Resulta paradójico, pero comprensible. Los años 80 fueron nefastos para una clase media que, sin embargo, los siguió votando. Se limitaron y recortaron prestaciones sociales, se hizo una política fiscal claramente perjudicial para las rentas más bajas, y se desmanteló, ideológicamente, el Estado del Bienestar. Pero las apelaciones culturales y morales fueron más fuertes y efectivas que la dura realidad económica. En definitiva, creo que los conservadores comprendieron que, cuando se emplea y generaliza la palabra crisis, cuando los tentáculos semánticos de esta idea se extienden por todo el espectro social, atenazando las esperanzas de la gente, lo que queda más profundamente afectado y debilitado es el sistema moral, la cultural, el suelo ético. Y ahí dieron duro, tanto Thatcher como Reagan.

La táctica fue culpar de la crisis económica a la apertura social, al progreso en todos los ámbitos civiles, que se había vivido desde los años 60. Vincularon el desplome de la economía con la conquista de los derechos cívicos. Dicho de otro modo: presentaron las libertades individuales como expresiones de una sociedad decadente. El peligro que hoy corremos en nuestro país es similar. Ya vemos a algunos que, en vez de lugar de hablar de Madoff, critican al mayo del 68. Y si la izquierda no hace comprender -¡rápido!- que la crisis es la traca final, el último eslabón de una larga etapa neoconservadora y neoliberal (dos cosas distintas, pero que suelen ir de la mano), la derecha propagará el mito de la patria recuperable, del país que se perdió y que hay que restaurar, de la vuelta al orden natural de las cosas. Un discurso emocional para clases medias huérfanas de referentes, que puede valer como descripción sencilla del caos y como receta frente a éste.

Es cierto que hoy tienen difícil repetir aquella operación ideológica. Los gigantes financieros han caído como dogmas. Madoff es una metáfora de todo lo anterior: el declive del capitalismo del capitalismo, del dinero que se vende a sí mismo, de la plusvalía sin origen y la expectativa convertida en producto, sin certificado de retorno. Marx no hubiese concebido peor pesadilla. Pero sí Milton Friedman y sus discípulos. Y aquí tenemos la tragedia, representada en toda su magnitud.

Pero hoy no pueden volver a salirse con la suya. No hay que cambiar de sistema –como nos quieren hacer creer Carlos Taibo y cierta izquierda extrema-, sino al sistema, en sí mismo. De cabo a rabo, es cierto. Y hay que empezar por identificar a los “autores intelectuales” de esta crisis, y ponerlos donde se merecen.

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