lunes, enero 28, 2008

Democracias internas

Durante estos días no puedo más que sentir cierta envidia al ver los apasionantes duelos Obama contra Clinton o McCainn contra Giuliani, entre otros nombres. Mucho nos queda en España hasta que podamos ver cómo, con una tensión siempre deportiva, los aspirantes de uno y otro partido se someten a un proceso de elección interno, pero a la vez abierto y mediático.
Mientras en EEUU tienen un sistema personalista, basado en el candidato, la partitocracia en España, que tanto a derecha como a izquierda responde al modelo leninista de organización vertical, nos deja a los ciudadanos ante una elección de segundo orden: escoger entre las opciones que ha decidido un dedo interesado o, en el mejor de los casos, un número muy limitado de dedos.

Si los grandes partidos copan las dos únicas opciones de poder en España, la decisión que se toma en el seno de cada uno de ellos es de tal trascendencia para toda la ciudadanía que no debería dejarse exclusivamente en manos de esa oligarquía acotada que son los aparatos. Esta sensación de que nos sirven el plato que a ellos les interesa, y no el que quiere la mayoría, es el principal factor de desafección y desinterés hacia la política de unos ciudadanos que se ven a sí mismos como coartada legitimadora de decisiones partidistas, y no como sujetos con plena autonomía política.

Pero si, por tradición, romper este modelo de partido es casi imposible, y las primarias por ley son una quimera, exijamos al menos que los cambios de poder internos no sigan la estela de una herencia casi monárquica, sino que se produzcan por procedimientos congresuales que impliquen a toda la militancia de base.

El PP lo lleva peor en este tema. Personalmente, siempre he creído que una de las mejores bazas de Zapatero frente a Rajoy es el origen de cada uno: el primero ganó un Congreso en su partido, el segundo heredó el bastón de mando del jefe de la tribu. Un bastón manchado con las inquinas, las querencias, las manías y las hipotecas políticas del aznarato más duro. A partir de ahí, Rajoy no es nadie. Rajoy es el dedo de Aznar. Y además, no ha sido capaz de hacer la maniobra edípica de matar a su padre y ser él mismo. Si el 9 de marzo vence, no será él, sino el PP con todo su aparato mediático aznarista el que habrá ganado la batalla.

Pero hagamos política ficción con los escenarios de derrota. Si el PSOE pierde, ¿repetirán y ampliarán la fórmula de un Congreso con todas las opciones abiertas, y con escasa influencia de las directrices de la Ejecutiva? Si el PP pierde, ¿se estrenarán de verdad en esto de la democracia interna, que sólo practicaron fugazmente con Hernández Mancha? Ahí está el reto de nuestra democracia.

Publicado en El Plural

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martes, enero 22, 2008

Cocido madrileño

Madrid es una trama. Pero es una trama perpetua, sin final; un cruce de caminos entre poderosos que necesitan más poder para conservar el que ya tienen. Adolfo Suárez lo sabía y por eso acertó tanto con una expresión, “cocido madrileño”, que designaba embrollo permanente que enfrenta a partidos, personas del mismo partido, poderes mediáticos, políticos y económicos de todo el país. Poderes que sólo pueden sobrevivir aniquilando al contrario, sin posibilidad de equilibrio fáctico.

Madrid es un botín demasiado grande para un solo partido. Por eso, si un partido controla todo Madrid, tenderá a dividirse, a fraccionarse, a vivir internamente las tensiones exógenas que pugnan por el control. La FSM salió destrozada de su paso por el poder en Madrid, y ha tenido que irse a Parla para empezar a recuperarse.

Gallardón y Aguirre son las caras de este estallido intestino de la derecha española, pero el proceso de descomposición política e institucional que vive la capital de España arranca con el tamayazo que hurtó a Simancas y al PSOE la vuelta al ruedo madrileño, una vez más (lo de la izquierda con Madrid es como el mito de Sísifo).

Aquel golpe a la democracia que asestó Aguirre a través del brazo armado de sus empresarios acólitos –y cuyo ejecutor político fue Romero de Tejada- debió haber puesto en alerta al propio Gallardón. No era la presidencia de la Comunidad lo que estaba en juego (ya hemos visto la facilidad con la que Aguirre está dispuesta a abandonarla), sino el control dentro del Partido Popular, el liderazgo estratégico dentro de la derecha española. Y detrás de ese control estaba Aznar, que tenía a Esperanza como Plan B si Rajoy pinchaba.

Cuando Gallardón reaccionó proponiendo a Cobo como presidente del Partido ya era demasiado tarde. Aguirre se había hecho con los resortes del aparato, había creado un lobby mediático –COPE, El Mundo…etc- y económico –Caja Madrid, Endesa, Telefónica…etc. Su poder crecía omnímodo mientras al alcalde sólo le quedaba la coartada electoral, el tirón popular, el carisma. Gallardón sólo se tenía a sí mismo como fórmula política frente al inmenso edificio que había construido Aguirre.

Cuando disputó la presidencia del partido, no se trataba sólo de un reto a la esperanza, sino de un desafío a las estructuras tradicionales del poder en España, que en el caso del PP suman al aparato del partido el aparataje de los intereses creados. Pero iba a contracorriente, porque la espiral de muerte política ya se había puesto en marcha. Uno por uno, cayeron Jaume Matas, Josep Piqué y el exiliado Rodrigo Rato. La derechización avanzaba, cayese quien cayese.

Gallardón lanzó su último (¿?) suspiro este verano: ir en las listas. Entrar en el arca de Noe de la derecha, donde resultaba lógico incluir a un ejemplar de cada especie para salvar la diversidad interna del partido antes del naufragio. Pero no había tal arca, sino uno búnker hermético donde los billetes ya estaban dados. Ahora sabemos que en el PP contaban más Pizarro y sus ganas de sudar la camiseta que él.

Ha ganado una facción dentro del PP, que es la facción que quiere gobernar España. Madrid es pequeña para el Pizarro de los 2.000 millones y la Aguirre que no llega a fin de mes. También lo es para Gallardón, a quien le costará tanto conformarse con el resultado como convivir con la sombra de Esperanza en la Comunidad.

La imputación del Viceconsejero de Aguirre, Luis Armada, por su implicación en el caso Guateque, puede ser la primera de una cascada de ajustes de cuentas.

O tal vez no. Tal vez sólo sea otro ingrediente más del “cocido madrileño”, un pesado plato en el que, desde hace años, PP, empresas, medios de comunicación e instituciones políticas se mezclan como el tocino y los garbanzos. Y lo llamaban democracia.

Artículo original en El Plural

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