¿Qué es la corrupción?
La modernidad es (aparentemente) contradictoria. La vida del hombre occidental se ha construido sobre dos tensiones básicas: por un lado, la noción del bien común, el problema clásico de la polis; por otro lado, la satisfacción de los derechos y deseos privados de los individuos y grupos. Del primer aspecto se ocupa la democracia, y del segundo, la economía de mercado, el capitalismo. Como bien advirtió Rousseau, en la sociedad moderna, el hombre es ciudadano, y a la vez, burgués. Y la política es, o debiera ser, la búsqueda de una solución que hiciera posible la convivencia justa y ordenada de estas dos pulsiones básicas, entre ciudadanos y burgueses.
Lo que caracteriza a Esperanza Aguirre no es que sitúe el punto de equilibrio más cerca del burgués que del ciudadano. Ni siquiera que anteponga claramente el interés privado al interés público. Eso sería lo normal, lo previsible, en el pensamiento político de derechas, o –según la terminología eufemística del marketing conservador- liberal. El problema es que Aguirre no cree en el espacio público de ninguna manera. O mejor dicho, es una firme detractora de la idea de polis, de la noción de espacio público, del concepto de interés general.
Para ella, el único interés para el que cabe gobernar, es el interés privado. La política no satisface a la colectividad, sino busca maximizar beneficios a un conjunto variable de individuos que nunca significan nada más que su propia suma circunstancial. Su teoría es que, si no existiese lo público, no podría haber corrupción, porque la corrupción es consecuencia de la existencia errónea de una estructura institucional sostenida por principios compartidos y por cargas impositivas. Pero es más que la consecuencia, es la propia causa de lo público: el robo de la colectividad al individuo, los impuestos, el intervencionismo estatal.
No gobierna para el bien común, gobierna desde y para el interés privado. Por eso, no ve escandaloso que un burgués haga lo que se supone que tiene que hacer: enriquecerse. Para ella, que lo haga a costa de los recursos públicos, evidencia la maldad de lo público, no del deseo ilimitado de lucro. En la selva no debería existir la transgresión de la norma, sencillamente porque la norma no debería existir.
La virtud cívica, la necesaria contención que impone la vida en sociedad, difícilmente puede ser defendida por quien sólo cree en la búsqueda individualista del placer, entendiendo el placer como apetito de lucro. Colocar de vigilante de lo público a quien es un firme defensor del absolutismo del interés privado, es como poner al lobo a cuidar de las gallinas. Tarde o temprano, no resiste la tentación de comérselas.
Pero, en el desprecio a esa idea superior de bien común, hay un desprecio implícito a la política. Rajoy tiene el difícil reto de construir una derecha civilizada, que crea en la política, que no desprecie lo público. Que, al menos, mire a los ciudadanos.
Artículo original en El Plural
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