lunes, enero 31, 2005

El "republicanismo cívico" de Zapatero

Antonio Asencio

(En www.diariodirecto.com 27/12/2004)


El análisis del 2004 está marcado –entre otros muchos aconteceres- por la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder. En cierta manera, significa la llegada de una fórmula novedosa, inédita, y para muchos, enigmática de hacer política. Un perfil desconocido no sólo en España, sino casi en todo el mundo, que en muchos genera entusiasmo, y en otros, profunda inquietud. Predije en otro artículo que Zapatero era el primer político digital de la historia: con la metáfora trataba de compendiar la pulcritud de sus formas con cierta rara habilidad para actuar como nodo de interconexión social. Le suelen achacar su falta de contenido, secretismo en sus planes o incluso ausencia de los mismos. Pero, ¿qué hay detrás de ese juego político escurridizo para muchos y estimulante para otros?

Lo cierto es que Zapatero parece romper la norma clásica del político tradicional y jacobino que primero planifica, y después, dialoga. La gestión del poder invierte su dirección, y ahora se parte del diálogo para concluir en la planificación consensuada. La “verdad política”, para Zapatero, no tiene una génesis racional, no surge en los despachos y se vierte sobre la realidad social. Más bien al contrario, es una construcción colectiva, el resultado equilibrado de un foro en el que confluyen diversos enfoques y posicionamientos producto de una diversidad social asumida de antemano.

Esta forma de entender la política se ha denominado “republicanismo cívico”, cuyo origen intelectual está en el pensador irlandés Philip Pettit, introducido en España por el sociólogo barcelonés Salvador Giner. El Estado no ejerce, por tanto, el poder sobre los ciudadanos, sino que “negocia” y actúa de interlocutor; no impone, sino que consensúa, acuerda, pacta. Los despistados suelen achacar a Zapatero ser un “afrancesado”: error de percepción, trampantojo teórico. Su forma de entender el poder es netamente anglosajona porque se basa en el acuerdo entre individuos libres que ejercen su derecho y capacidad para decidir. El poder, las decisiones, surgen de la praxis, rechazando cualquier diseño unívoco y centralizado desde un foco que impone. El acuerdo, como bien señala Jürgen Habermas (la otra gran fuente de Zapatero) no es la elucidación de una verdad razonada y única, sino el consenso múltiple en torno a una verdad tomada como válida para todos los interlocutores, y cuya existencia es posible por la predisposición de todas las partes al acuerdo y, por tanto, a abandonar algunos de sus postulados y a aceptar otros del adversario.

La "ciudadanía", como fuente de poder, exige la igualdad civil de todos sus miembros. Lejos ya de la socialdemocracia economicista que buscaba igualar las condiciones materiales entre clases sociales, patente durante los años setenta y ochenta en países como Suecia, Alemania o Francia (que conformó lo que se ha denominado “Estado del Bienestar”), el “republicanismo cívico” se opone al intervencionismo estatal, al paternalismo comunitarista. El Estado sólo participa para dotar al individuo de presencia como ciudadano pleno y autónomo. Es, en raíz, una metodología liberal. De ahí la obsesión de Zapatero por la igualdad de la mujer, la equiparación de derechos de los homosexuales o la legalización de los inmigrantes que puedan acreditar su situación como trabajadores. La izquierda, para Zapatero, es llevar la ciudadanía a los márgenes de la sociedad para “convertir” a individuos en “ciudadanos”.

El propio Zapatero dio, meses después de ser elegido secretario general del PSOE, pistas sobre sus fuentes: “yo debo a Philip Pettit haberme dado la posibilidad de clarificar mis propias ideas. Leyéndole, algunos descubrimos que este proyecto que empezamos a sentir en el 35º congreso estaba muy cerca de su teoría del ciudadanismo, que es la forma más radical de liberalismo, y que es la que queremos aplicar”.

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Nacionalismo en red

Antonio Asencio

En www.diariodirecto.com 24/09/2004

Este domingo se celebra en el País Vasco el Alderdi Eguna, o día del PNV. Se trata de una celebración multitudinaria de exaltación nacionalista donde no faltarán símbolos de todo tipo: banderas y pancartas, discursos e himnos. En un mundo -o al menos en una Europa- con las fronteras desvanecidas, con la economía globalizada, y con unos referentes informativos comunes y caóticos (la aldea global) el ser colectivo se enfrenta en soledad al desarraigo de lo físico y a la mezcla de referentes culturales (es decir, a su propia atomización, al abandono de la aldea propia), por lo que se sumerge y refugia (¿podríamos decir, emigra?) en un universo-cueva de símbolos. El ser humano, nos diría Ernst Cassirer,“ya no vive en un mundo físico, sino en un universo simbólico”. Con la llegada del hiperespacio, esta afirmación termina de redondearse. No emigramos en busca de alimento, o trabajo: "navegamos" en nuestro nuevo mundo buscando símbolos.

El Alderdi Eguna será la escenografía teatral de una “feria icónica” cuyo motivo es la idealidad metahistórica de una nación, la vasca. Su función es la confirmación empírica -la puesta en escena- de la red icónica que el nacionalismo teje, la evidencia física de esa idealidad sobre la que se sustenta la comunidad. Además, la red ya es meta-red: no se trata de un nacionalismo vasco en red aislado de otras redes, sino que se integra de forma anular en otros campos semióticos nacionalistas más amplios. El etnocentrismo inmutable producto de la tierra y los siglos es maleable e intercambiable, se concatena, se parcela y se distribuye en pixels y bits. Y es que al Alderdi Eguna irán representantes nacionalistas de Cataluña, Galicia, Andalucía y Baleares, además de delegaciones de partidos regionalistas europeos. En la sociedad de Internet, el nacionalismo, o cualquier otro leitmovit comunitarista, genera una red de intereses temáticos, un flujo de símbolos y una “comunidad virtual”. Por ello, los campos icónicos nacionalistas han crecido, se han ramificado y multiplicado en anillos de información colgados en el ciberespacio. Más que nunca, los países son sus iconos, sus universos simbólicos.

El Alderdi Eguna representa para el sujeto simbólico –hoy día, todos los somos- nacionalista lo mismo que una “kedada” para una tribu urbana: reunión espontánea de la comunidad virtual cuyo constructo identitario se pergeña colectivamente en diferenciación de otros anillos simbólicos frente a los que se definen por oposición estructural. El concepto de nacionalidad es, más que nunca, la pertenencia a una comunidad virtual exclusiva, una tribu cibernética que comparte una información; un club reticular que ya no posee ateneos ni panfletos, pero que está provisto de claves de acceso, banderas en formato jpg e himnos que se descargan de Internet.

Como una “tecnología del nosotros” -en vez de una “tecnología del yo” foucaultiana, es decir, los artificios con los que el individuo construye su identidad, las máscaras que elige ponerse para definirse en sociedad- se elevan nuevas fronteras informativas: tribus urbanas, nacionalidades históricas, comunidades religiosas, cienciología… Bienvenidos a la sociedad en red, a las comunidades virtuales.

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Los nacionalistas y los "cómicos"

Antonio Asencio

En www.diariodirecto.com 10/09/2004

Sobre el presidente de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra (qué haríamos los periodistas sin políticos como él), y a tenor de la última polémica que sus furiosas palabras han desatado, se ha dicho y opinado ya de todo. Unos han alabado su sinceridad y mostrado su acuerdo; otros han alabado su sinceridad, pero han resaltado su desacuerdo; otros han rechazado las formas y el fondo, y por último, ha habido quien ha rechazado las formas, pero no el fondo de lo que decía Ibarra. El ministro Montilla, y líder del PSC, lo ha despachado rápido, sin entrar en complicaciones: Montilla ha tachado a Ibarra de “cómico”.

Y a mí esto sí que me parece muy serio, señores. Es decir, me parece muy serio lo que ha resaltado Ibarra: la subasta identitaria de la desigualdad. Gracias a él, otros muchos socialistas, como el alcalde de Coruña, Paco Vázquez, empiezan a no morderse la lengua y poner sonrisas falsas ante el asunto. Pero más serio es que Montilla califique a su compañero de “cómico”. Porque aparte de que Ibarra no tiene de cómico más que su sentido del humor (y se agradece, porque es explosivo, lejos de la insulsez políticamente correcta en que vivimos), esto responde a una estrategia bastante macabra en virtud de la cual aquí unos juegan el papel de “cómicos”, y otros, de señores “serios”.

Y Montilla va de serio, porque eso de ser nación, caramba, es algo muy serio, nada comparable con pequeñas comunidades “cómicas” que son incapaces de tomarse en serio a sí mismas. Y es que el poder se manifiesta a través del lenguaje, nos dijo Foucault, y algunos adjetivos son camisas de fuerza para la razón. En este teatro ya clásico (como el que utilizó Ibarra en Mérida para soltar su artillería pesada), al guionista del asunto se le ha ocurrido que uno es el gracioso, y que él mismo es el serio, el héroe buscando su destino, su ser o no ser. Lo mejor es ser quien escribe el drama y reparte los papeles, así haces que te toque ser Hamlet, en vez del bufón de Elsinor. Y a su vez, obligas a alguno a interpretar al "hazmerrerír" de la corte.

Pero ser “cómico” es tan arbitrario como ser catalán o extremeño (basta con que los demás, los espectadores, te vean así), y lo importante es que ante ese corsé opresor, frente ese personaje esquemático, la realidad adelgaza, mengua, y acaba no siendo más que esa misma máscara: cómico, o catalán. El molde se convierte en esencia, en contenido. Y eso es lo que denunció Ibarra, que los moldes del Estado (es decir, el reparto de la obra) se quieren modificar para que unos sean los serios, más aún si cabe, y otros, los cómicos bufones. Suele pasar que, entre risas, los bufones adelantan el fin trágico e inexorable de los héroes.

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Política chill-out

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com 09/12/2004)

Una de las novedades comerciales que el incesante Leviatán de la globalización ha escupido para estas fiestas de la natividad es un CD que encapsula un nuevo género musical: la ópera chill-out. No es una modificación adjetiva de la música, sino sustantiva: las lágrimas furtivas se dosificarán sintetizadas como una suave caricia mínima y no tendrán efectos emocionales secundarios; y ya no habrá quién esté sola, perdida y abandonada en populosos desiertos, porque la escueta salsa de ritmos eléctricos que extraen la tristeza del aria como una liposucción deja sin grasa una barriga, conducirán a nuestras heroínas urbanas a parajes tranquilos y neutros, bellos y blancos, exentos del galope ruidoso del mundo analógico.

Vivimos en la era de lo híbrido, de los alimentos transgénicos y de la desestructuración de las chaquetas; de la volubilidad de los géneros sexuales y de relativización de las fronteras físicas, políticas y mentales. Los bits son así de promiscuos. En la red, todos los puntos son nódulos equidistantes, anclajes que unen y suturan flujos provenientes de otros puntos. La estructura racionalista que dividió el mundo en conceptos jerarquizados deja de ser un árbol vertical para ser una red horizontal donde las ramas se abrazan e injertan unas en otras. El plan Ibarretxe, una canción de María Jiménez en formato mp3 o una galería de imágenes de Rubens conviven en la misma carpeta cuando abrimos el PC. El Aleph de Borges existirá cuando consigamos concentrar en un solo archivo comprimido todos los archivos diferentes del mundo.

Pero hasta ese momento de Big Bang invertido donde lo material se reduzca a un punto inmaterial de información, seguiremos pasando los géneros y los lenguajes del mundo por la turmix digital. El resultado es siempre un suave zumo de vídreo y fibra óptica donde la antigua violencia de lo directo ya no nos abrasa. La vida es un archivo ejecutable, regrabable y eliminable. Lo digital se comprime y mezcla, se “samplea” y retoca con Photoshop. Se difumina lo abrupto del mundo, se lo diluye, se lo minimiza.

Sin embargo, nos falta pasar por la turmix digital a nuestros políticos. Aún son demasiado analógicos, como viejos discos de vinilo, llenos de ruidos, y rayados. Les falta retocarse con los nuevos y magníficos programas de re-creación multimedia. Tal vez por eso ganó Zapatero, porque fue el primer político que entendió que en la era del Sushi con macarrones y el flamenco chill, la política también debería ser chill-out: neutra, blanca, híbrida e indolora. Zapatero es el primer político digital, pero Rajoy aún posee lo abrupto de lo analógico. El "consenso" no es otra cosa que la hibridación de ideas. El "talante" es la liposucción del carisma, ahora romo, minimalista e inofensivo. Por eso, señores del PP, pónganse a la moda y apúntense a la política chill-out. Los ciudadanos light tenemos demasiado poco tiempo, demasiada poca capacidad, para seguir con ardor sus exaltados desplantes parlamentarios. Antes que ustedes, cuando aún teníamos energías emocionales suficientes, estaban las arias que nos hacían vibrar.

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Turquía: una perspectiva

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com 08/10/2004)

En el seno de la UE se han abierto las negociaciones para la entrada de Turquía y en el ambiente flota que este paso, este importantísimo paso, es irreversible. Como también es irreversible, y cerval, el miedo de muchos europeos a esta ampliación que llevará nuestras fronteras al mismísimo Oriente Medio. Miedos de tipo económico, social, identitario y religioso. Sería naif e ingenuo pensar que la entrada de Turquía a la UE no conlleva incomodidades, ciertas incógnitas y muchos obstáculos que habrá que sortear. Ahí están los criterios de Copenague fijados en 1993, y habrá que exigir firmeza en su cumplimiento. Lo cierto es que Europa es una especie de péndulo aún indefinido entre poderes económicos, bienestar ciudadano e identidades milenarias. Pero esta indefinición, este constante construirnos quebrando las fronteras y saliendo de nuestros ombligos (económicos, políticos y culturales) ha traído bienestar innegable a los ciudadanos de la Unión y ha establecido un modelo de convivencia y paz que va a marcar las políticas de alianzas de otros países y va a ser un referente ineludible para el mundo.

¿Qué gana, entonces, la UE integrando a Turquía, un país musulmán de 80 millones de habitantes con un nivel de renta marcadamente inferior al europeo y un descomunal ejército de 600.000 personas, el más amplio de la OTAN después del norteamericano? Esta pregunta debe ser sustituida por otra: ¿qué perdemos los europeos dejando fuera a Turquía? ¿Qué coste político tendría que Turquía no entrase en la UE? El coste de dejar fuera a Turquía es alto. En primer lugar, frustraríamos la aspiración de integración, durante décadas alimentada desde la propia Europa, que Turquía ha tomado como guía de su política y de sus reformas económicas y sociales. Con esto, perderíamos una oportunidad de oro para neutralizar el “choque de civilizaciones” que extremistas occidentales y musulmanes vienen alimentando irresponsablemente. No premiando las importantísimas reformas, tanto en temas económicos, como en términos políticos y de derechos humanos, daríamos un pésimo ejemplo al resto de los países árabes y musulmanes, que verían en esta decisión una actitud insolidaria y frentista respecto a los intentos de acercamiento y superación de barreras, y tirarían la toalla del reformismo para seguir agazapados en sus tiránicos sistemas teocráticos. Es innegable que la entrada de Turquía en la UE crearía una importante demanda social (de democracia, de derechos humanos) en muchos países de la zona, cuyas sociedades exigirían a sus gobernantes actitudes similares a las de los poderes turcos.

Por último, y en términos de seguridad, las incógnitas que plantea llevar las fronteras de la UE a una zona de inestabilidad como Oriente Medio (convirtiéndonos en frontera de países como Siria o Irak) son, sin duda, menores que el hecho de no llevarlas. Exportar el modelo de la UE al mismísimo corazón de la zona más conflictiva del planeta es arriesgado, pero es la mejor “guerra preventiva” que tenemos frente al terror, al fundamentalismo islámico y los Estados que lo amparan. Esta ampliación, por fin, convertiría a la UE en un actor internacional fundamental con mucha mayor capacidad de influencia en Oriente Medio.

Sin duda hay algo más que ganaremos si conseguimos que Turquía sea Europea. Uno de los inspiradores de la UE, Jean Monet, encerró en una frase el sentido último del proceso europeo: “no creamos alianzas de Estados, unimos hombres”. Si conseguimos no desviarnos de esta bella abstracción, de esta utopía posible de la que se derivan todos los beneficios prácticos para los habitantes de la UE, habremos ganado la batalla más importante.

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Tú a Boston, yo a Ohio

Antonio Asencio
(www.diariodirecto.com 03/11/2004)

Ha ganado George W. Bush -para regocijo del PP, aunque no lo digan- y debemos reconocerlo, los que, de una forma suave, desdramatizada, y con muchas dosis de relativismo, preferíamos al demócrata. Al espigado, desgarbado y europeizado senador John Kerry, cuya silueta, sonrisa y voz rezuman aires de Boston, de lectura tranquila en un campus universitario rodeado de césped fresco, y a quien es más fácil imaginar paseando por París que domesticando bestias en un rancho del medio oeste.

“Debemos reconocer la victoria” es una de esas frases hechas, vacías y performativas que, en su sentido interno, no quieren decir “fue legítimo y limpio” (en cuyo caso, se diría tal cosa) sino: “me equivoqué, el mejor era el otro”. Es decir, se basa en un principio político que atribuye a la legitimidad democrática una cerrada, y a la vez libre, racionalidad. No, el mejor no era Bush, ni en cuanto a política interior de los EE.UU. (desastre económico y social), ni en cuanto a su faceta de nuevo “matamoros” cósmico, redentor de civilizaciones atrasadas que no tragan con el béisbol y con el Big Mac, pero que almacenan petróleo, armas, ántrax y hasta becarias bacteriológicas.

Este no es lugar para lamentar lo que, bueno, nos parece poco afortunado. Pero sí para desmontar, de una vez por todas, el erróneo mito fundamentalista de la democracia racional como fórmula final de la sociedad occidental, en la que el elector escoge la mejor opción para sus intereses como teorizó alguien en el pasado.

Esta democracia es televisual, es simbólica: no votamos opciones racionales, sino identificaciones irracionales, iconos, reducciones semióticas. Es la dictadura del significante sobre el significado, de lo aparente sobre lo real. Ni si quiera es el “discurso” estructurado de Kerry, ni los sencillos eslóganes de Bush que atragantan el mundo en una sintaxis de galletas y armas de destrucción masiva, lo que nos atrapa o nos provoca rechazo. Son los modales, sin duda. Y está claro que a los europeos no nos gustan los modales rústicos e infantiles de Bush (a Ansar sí, hasta los ha imitado), y que a los americanos, Kerry les parece demasiado intelectual, demasiado refinado, y piensan que necesitan un tío duro que los tenga "bien puestos". Los aires de Boston no llegan a Ohio. Y Bush sigue en la Casa Blanca, "four more years".

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Gallardón o el héroe problemático

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com 15/10/2004)

Según la teoría literaria de Lukács, la novela moderna empieza con El Quijote, justo cuando el antiguo héroe épico, el héroe exitoso en sus gestas, acorde con el mundo, se transforma en un ser maltrecho en su destino, en permanente dialéctica con una realidad que ha dejado de ser mágica, enfrentado trágicamente a su escenario de batalla. Como nos decía Lukács, este héroe problemático, idealista, cuya interioridad choca con un mundo obstinado en ser real y ramplón, y que nace con El Quijote, pero que perpetúa durante la modernidad hasta la novela decimonónica (¿qué son Madame Bovary o La Regenta sino heroínas problemáticas?) representa “el primer gran combate de la interioridad contra la vileza prosaica de la vida exterior”.

Resulta conmovedor ver una historia de heroicidad problemática en la política de hoy, por eso los amantes de la literatura de antihéroes no vamos a dejar de agradecerle a Alberto Ruíz-Gallardón el magnífico episodio que nos ha regalado. Y lo digo sinceramente. Como él mismo ha dicho, su derrota es algo más profundo que el festejo rapaz que sobre su cadáver político se están dando los incondicionales “liberales” de Acebes, Rajoy y Aguirre. Porque bajo muchos adjetivos recibidos o autoimpuestos por él mismo (desde “enfant terrible” hasta “traidor”, pasando por “infiltrado del PSOE”), lo cierto es que Gallardón, este verso suelto no ya del PP, sino de la derecha española en su conjunto, ha jugado a ser caballero andante –acompañado por su fiel escudero- en un mundo lleno de molinos de viento, a ser un viejo romántico enfrentado al mar de los peligros, como él ha referido cuando se ha declarado “vencido”, pero no “derrotado”, aludiendo a Hemingway.

Co-fundador de AP, joven brillante que pasó años en la oposición en el consistorio madrileño, y luego en la Comunidad, frente a un Leguina que escribía libros y se dejaba el bigote en batallas internas, el mayor mérito de Gallardón fue recuperar para la derecha la presidencia del Gobierno regional. Con él, Madrid fue líder en inversiones extranjeras, limó el paro hasta dejarlo en niveles europeos y la Comunidad se situó a la cabeza española en renta. Gallardón era un político atípico, libre, que creyó que era posible una derecha liberal en lo económico y sensible en lo social, y por qué no, en lo cultural. Se enfrentó silenciosamente a su antagonista en lo ideológico, lo político y hasta lo estético, el post-moderno y post-movida Álvarez del Manzano, que pulverizó el Madrid cultural y lo enterró en una zanja interminable de chabacanería y falta de referencias. Nunca sabremos hasta qué punto la Comunidad de Madrid fue el mejor escaparate del PP para ganar en otras comunidades, o incluso en el 96. Gallardón se reinventó el Sur en una obra monumental: el Metrosur, mientras el PP de las Aguirres y Romeros de Tejadas se extendía como una sombra de ladrillos por un Norte incondicional. Mientras fue presidente de la Comunidad de Madrid, nunca fue, ni lo intentó, presidente del PP madrileño. Cuando lo convencieron para presentarse a alcalde, creyó que sería su trampolín para suceder a Aznar. Ese es el nudo de la trama. Los autores de la obra le habían aguardado otro porvenir: apartarlo del aparato en Madrid y quemarlo en la alcaldía. Uno escribe estas líneas casi como quien escribe una necrológica, pero en realidad lo que se lamenta no es la derrota de la persona, sino el aborto de un proceso democrático en la moderna y democrática derecha española de los muy honrados Acebes, Rajoy y Aguirre.

Gallardón se siente traicionado por su partido. Como pasa con los héroes problemáticos, nunca sabremos si estuvo loco cuando desafió al aparato, es decir, al mundo nada vil y nada prosaico de Acebes, Aguirre y Rajoy, o si estaba cuerdo pero sentía la implacable necesidad que tienen todos los héroes de caminar honestamente hacia su destino, aunque este sea trágico. Gallardón supo siempre que sería vencido, pero le honra haber luchado contra lo imposible, contra todos esos “hombres honrados” que lo han defenestrado. Como sentenciaba Lukács, a fin de cuentas, “toda victoria sobre la realidad es una derrota para el alma, porque la ata más, hasta la ruina, en lo que le es esencialmente extraño, que toda renuncia a un conquistado trozo de realidad es en verdad una victoria”.

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La utopía de Zapatero

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com 22/09/2004)

¿Qué ha pasado en el mundo para que la idea de una “alianza de civilizaciones” nos parezca algo ingenuo, y sin embargo, encontrar la raíz del terrorismo islámico en la invasión de la península ibérica por parte de los “moros” en el siglo VIII nos resulte normal?

Porque aquí muy poca gente se ha rasgado las vestiduras con lo que ha dicho el “professor Aznar” (léase con acento tejano, que al “professor” le gusta mucho). Pues bien, al “professor” sólo le ha faltado decir que apoyó la guerra de Irak para restablecer el honor patrio por la invasión del siglo VIII, que por cierto ya debería estar restablecido merced a una reconquista épica y nacional. Aznar está legitimando todo lo que nos escuece de los nacionalistas fanáticos e iluminados: el uso partidista y ofensivo de la historia, el agravio nacional. Dentro de poco, algún grupo terrorista latinoamericano podrá decir que el origen de sus acciones está en la invasión española del siglo XV y XVI. Increíble, pero cierto. De invasiones están nuestros mapas más que fritos y recocidos, como para volver a la crudeza de sus elementos genuinos.

Pero dejemos al “professor” y vayamos al “político zen”, que es como llaman algunos a Zapatero. Démosle la vuelta a sus palabras. Si son románticas, o ingenuas, o bienintencionadas, (¿es que es malo ser bienintencionado?), o naif, como se ha dicho, lo contrario debería parecernos realista y sensato. Allá vamos: debemos abrir una brecha entre las civilizaciones. Los moros son incapaces de desarrollar sistemas democráticos, y por tanto, debemos invadirlos, tengan o no armas de destrucción masiva (¿dónde estaban esos españoles tan occidentales cuando aquí había un caudillo militar que entraba bajo palio en las iglesias?).

Además, los países árabes impulsan el terrorismo, porque nos tienen rabia, de modo que es imposible aliarse con ellos, enemigos de sangre desde la Edad Media como ha señalado Aznar. La guerra preventiva es la mejor prevención –valga la redundancia- contra el terrorismo, y olvidémonos de combatir la desigualdad o el hambre, que con eso no se consigue nada. Lo mejor, por tanto, es levantar un muro entre civilizaciones, como ha hecho el colega Sharon, un tipo coherente y serio donde los haya, alejarlos de nosotros, y convertir la lucha contra unos grupos mafiosos y fanáticos, como son los terroristas fundamentalistas, en una guerra global, mundial. Tomar la parte por el todo, y hacer una política mundial metonímica y simplificada. Una cruzada contra el mal, para proteger a Occidente.

Pues a las cruzadas irán los cruzados. Yo me quedo en la ONU.

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La peste de España

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com 15/09/2004)

Lo ha dicho la mismísima Duquesa de Alba. Somos la peste de España. Sí, se refiere a nosotros. A mí, a quién firme debajo de mí, y a muchos más de los que ejercemos esta –hasta hace poco- honorable profesión. Salía del hospital donde su asediada hija se encontraba en tratamiento por todos los mareos que esta noria del corazón mediático le ha ocasionado, se dirigió a un grupo de “periodistas” (paparazzi y alcachoferos corre-calles), y les acusó: “sois la peste de España”.

En el siglo XVII, el Duque de Alba se encargó de la rebelión protestante de los Países Bajos. Fueron ellos, los protestantes rebeldes que amenazaban con escaparse de los privilegios del Antiguo Régimen, católico e hispano, la “peste de España” para los Alba de hace casi cinco siglos. En fin, Reformas y Contrarreformas al margen, ¿qué ha pasado para que la peste, que ha sido una plaga itinerante en nuestro país, y que ha ido cambiando de dueño –primero judíos, protestantes, gitanos…- ahora recaiga sobre nuestros hombros? Nuestra promiscuidad informativa, sin duda. La peste mediática, la plaga electrónica del siglo XXI, está pululando libre por las ondas. Y es que las redacciones están en cuarentena, los micrófonos empiezan a esterilizarse por miedo al contagio, y en las televisiones se señala a los portadores de la enfermedad. Portadores invisibles. Nadie quiere reconocer que padece de “peste mediática”.

Si te descuidas, te "roban" unas fotos. No importa que seas la hija del presidente del Gobierno, ni que hayas fallecido, como le pasó a la hija del torero Antonio Ordóñez. La peste mediática no tiene en cuenta alcurnia ni profesión, no distingue entre el político y la actriz de telenovelas: la carne informativa es golosa para este virus voraz que se adueña del copyright de tu vida privada. La eutanasia televisual no existe: tu muerte, tu vida, tu desdicha ya no sólo es administrada y decidida por los dioses del azar, sino por periodistas, por opinantes, por el foro continuo donde vida, amor y muerte se centrifugan sin solución de continuidad. Y es que los mediterráneos somos adictos a la tragedia, al escenario donde lo grotesco se culmina a sí mismo con un final de la vida elegida por el fatum (destino) y nunca por nosotros. En cambio, los protestantes, aquella peste que tanto daño nos hizo desgajando a Flandes de un futuro incierto (les fue mucho mejor sin nosotros, sin duda) elevaron la privacidad, la libertad íntima, a columna vertebral de su sociedad.

Tal vez haya llegado ese momento en que debamos buscar una vacuna contra nosotros mismos. Vacunas efectivas, a modo de leyes que protejan aquellas partes del individuo que deberían ser inviolables, y que tienen que ver con la libertad de cada ser humano a vivir cómo y con quien quiera, la libertad de no ser un personaje infame de una tragedia mal escrita. Y me da a mí que esa vacuna nos la podrían enseñar los protestantes, antiguos infectos a quienes renunciamos. Si no, millones de bits infectados, de moléculas informativas nocivas, seguirán destruyendo la intimidad de personas (sí, son personas) y lo que me produce más tristeza, nuestra profesión de informar.
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Metrosexuales

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com 08/09/2004)

El 'late night' televisivo se plaga de abdominales y caras exultantes de salud y belleza. La epidermis de la pantalla se estira en una sonrisa infinita, disuelta entre lo femenino y lo masculino, y esos seres misteriosos que debe de haber agazapados tras la piel, los músculos, adquieren un vigor aceitoso y un brillo duro, ulterior, como venido de otro mundo. Hagan la prueba: después del último telediario, los cuerpos despedazados de iraquíes o chechenios se transforman en organismos recompuestos, perfectamente compactos y duros. Su televisor, al menos hasta el siguiente telediario que vuelva a abrir la mañana con anatomías pulverizadas por la guerra, se torna "metrosexual", coqueto, y trata de venderle partes del cuerpo por separado. Puede comprar un lote de magníficos abdominales eléctricos, o unos bíceps plúmbeos, o un cutis elástico. Configúrese por fascículos coleccionables, prótesis que se irán añadiendo a su estructura ósea, articulando un sueño que nunca sospechó que estuviese a su alcance (IVA incluido, más gastos de envío.)

Antes de irme a la cama, me miro en el espejo; pero de la piel de vidrio no consigo ver otra imagen que mi propia imagen -maldita sea-, mi propia piel. Debajo de ella, permanecen sin ningún tipo de piedad la mismas corrientes de grasa que neutralizan unos músculos menguados y escondidos. Sinceramente, tenía la esperanza de ver a ese Prometeo moderno, ese semidiós que siempre quise ser. A la mañana siguiente, yendo al trabajo, soy abordado por jóvenes musculosos que salen victoriosos de gimnasios donde una música cardiaca fusiona la noche con el día. Todo parece levemente agigantado y brillante, insoportablemente inmortal; ningún hombre tiene vello, ni barba, todos dejaron de ser Sócrates para ser efebos.

Ya en la redacción, miro extrañado a mi jefe, que al remangarse la camisa descubre un abultado brazo, una poderosa tenaza que hasta entonces había pasado desapercibida para mí. Mi feje, cuyo perfume de lavanda me aturde y casi hipnotiza subrayando la erótica del superior, mira con amistoso desprecio mi camisa, algo desgastada: “pero Antonio… cómprate una camisa nueva. Y moderna. Esto ya no se lleva.” Avergonzado, me alejo, y cojo los periódicos. Mariano Rajoy está muy preocupado por el modelo territorial. Empiezo a marearme. No es un ataque de vergüenza, tampoco es el perfume de lavanda de mi jefe, sino que yo recordaba a Rajoy con una barba sinuosa que se perdía, blanca y negra, por debajo de la camisa, y que todos intuíamos se uniría, cual istmo humano, a otro conjunto de vello pectoral perfectamente brotado en el torso, como no podía ser de otra forma en un hombre conservador. Vuelvo a mirar la foto, reprimiendo un grito para que nadie en la redacción se de cuenta de mi locura: Rajoy está afeitado, tiene el pelo liso y sin canas, y parece un joven yuppi de Wall Street. Junto a él, Cándido Méndez, también afeitado, posa en camiseta negra de Armani ajustada junto a unos trabajadores de Izar. Su aspecto es atlético, seductor.

Entonces me sobresalto, me despierto. La tele está encendida: iraquíes y palestinos yacen despedazados, Mariano Rajoy tiene la barba confusa de siempre, y Cándido Méndez es el osito campechano que yo conocía. Tras ellos, una noticia dice que los españoles hemos dejado de ser “machos ibéricos” para convertirnos en adoradores de la eterna juventud, en hombres sensibles, preocupados por su aspecto físico, por atraer estéticamente al sexo opuesto. Hemos usurpado un rol tradicionalmente adjudicado a las mujeres: somos coquetos y presumidos. Me miro en el espejo. El gimnasio empieza a dar sus buenos frutos, me digo. Sin embargo, los ministros aún no posan para Vogue. Lástima.

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Cine y derechos civiles

Antonio Asencio
(www.diariodirecto.com 06/09/2004)

España está viviendo una auténtica “revolución civil” que, impulsada por el Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha conseguido movilizar a propios y extraños. Y aquí, entendamos “movilizar” por “posicionar”. Se han puesto los derechos sociales, todos y cada una de ellos, sobre el tapete, y la sociedad civil -todos sus sectores- se han “posicionado” estratégicamente. En el metro, en las cafeterías, se debate sobre si eutanasia sí o no, sobre la ley de violencia de género, sobre matrimonios homosexuales… Las asociaciones, las ONG, aparecen por todas partes: respaldan o critican las reformas que propone el Gobierno. Se cuestiona el papel sobredimensionado de la Iglesia en la vida pública, y a su vez, la Iglesia se manifiesta en contra de muchos de estos reclamos sociales, como es ya habitual en esta institución cada día más alejada de la realidad social. Durante los ochos años del PP (sin entrar aquí a valorar los aciertos o errores de la derecha) los debates públicos estuvieron monopolizados por Gran Hermano, OT y Carmina Ordóñez, descanse en paz, toda una free-lance del cotilleo. Esa ágora común, tan determinante en las democracias, que es la televisión, se convirtió (y sigue siendo así) en una hormigonera de chabacanería y vulgaridad a borbotones que ayudó a anestesiar a la sociedad. Por cierto que la Iglesia, tan sensibilizada ahora en contra de los derechos de los gays y de la ley de violencia contra las mujeres, ha guardado silencio ante la degradación total y absoluta del medio televisivo. Se ve que la especulación mediática de los sentimientos no atentaba tanto contra la dignidad de las personas como el hecho de que dos homosexuales puedan casarse o que se replantee el papel de las mujeres en la sociedad.

Volviendo al tema, cabe señalar que, asumida la inquebrantable dinámica liberal de la economía, mucha gente se ha preguntado: ¿cuál es el espacio político de la izquierda? ¿en qué se diferencia la izquierda de la derecha? Y es aquí donde Zapatero ha tirado, por convicción y por conveniencia, por la vía de los derechos civiles. Es cierto que estaban en su programa, pero no es menos cierto que ha visto que la canción tiene éxito, y que este filón, a falta de otros filones nítidos a los cuales agarrarse como seña de identidad de la izquierda, va a ser el verdadero protagonista de la legislatura. Sí, los derechos civiles.

“Mar adentro”, la película de Alejandro Amenábar, ha reabierto, ficcionando la conmovedora historia del tetrapléjico Ramón San Pedro, la cuestión de la eutanasia. Se trata de una apuesta novedosa dentro del panorama fílmico español. Si una virtud tiene su director, Alejandro Amenábar, es la de ser un hábil adaptador de formatos que en EE.UU. llevan funcionando desde hace décadas, con un más que notable éxito en taquilla, y que sin embargo en España no hemos tocado, con unas consecuencias nefastas para nuestra industria audiovisual. “Mar adentro” es un alegato ejemplar a favor de la eutanasia. “Ejemplar”, porque se sirve de un “ejemplo”, un “mártir” intachable y real -es decir, que existió tal cual-, para justificar su argumento. Esto de la “ejemplaridad” es muy made in USA. En Estados Unidos, las películas que tienen como protagonista a una persona estigmatizada –negro, homosexual…- , pero irreprochable, buen ciudadano y profesional, son ya un clásico (recordemos “Philadelphia”, con Tom Hanks). Reabren debates, sensibilizan, y hacen dinero.

Pocos habrían podido prever el impacto social que “Mar adentro” está teniendo sobre la sociedad española, hasta el punto de que el debate sobre la despenalización de la “eutanasia” se ha colado en la agenda política nacional. Sin embargo, este nuevo código para nosotros tiene un riesgo, y es el de caer en la tentación del pensamiento “políticamente correcto”, que sesga sentimentalmente debates conceptuales. Dicho de otra manera: la eutanasia no es más reivindicable porque la historia de Ramón San Pedro nos sobrecoja, de la misma forma que los derechos de los negros o los gays no son más aceptables por el hecho de que los gays o negros sean ciudadanos ejemplares. Los derechos son o no son, y están basados en la razón; en su racionalidad. Todos tenemos derecho a la vida, al margen de cómo seamos, y tal vez, todos tengamos también derecho a una muerte digna y libremente elegida, al margen de películas que nos hacen llorar. Pero tendremos que hacer un esfuerzo y considerar la cuestión en abstracto, sin necesidad de que una historia correctísima y “para todos los públicos” nos abra los ojos. Si no, la “revolución civil” corre el peligro de ser fácilmente manipulada, y de que productores interesados empiecen a intoxicarla con otras películas de buena factura, correctas y conmovedoras, pero con intereses más oscuros. Tal es el revolucionario poder del cine.

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Andalucía, nación

Antonio Asencio

(www.diariodirecto.com, 06/08/2004)

Maragall quiere que Andalucía sea nación. Es decir, que en la nueva Constitución, su singularidad y su “robusta” cultura (son palabras suyas, pero uno, que es andaluz da fe de que es así) queden especificadas junto con los casos de Cataluña, el País Vasco y Galicia. Chaves, que secretamente -pues lo disimula bien- recela de este tipo de cirugías constitucionales, ya señaló que no quiere una Consitutición que privilegie a unas zonas sobre otras. Tiene motivos que tal vez no tengan Cataluña ni el País Vasco. Motivos económicos claros. Maragall no tardó en responder que su propuesta no implica privilegios, sino un mero reconocimiento de estas comunidades como naciones con aspiraciones propias que no tendrían por qué ser simétricas con las del resto del Estado.

Pero, ya que el debate se ha abierto y parece que no va a cesar, ¿qué quiere decir “somos nación”? Porque si ser nación no implica ningún privilegio en la gestión de recursos económicos (que por cierto, ya existen, y de sobra), ni ningún nivel de autogobierno mayor, no se entiende a qué viene tanto empeño por crear una España de algunas naciones, unos Balcanes ibéricos selectivos. La mera presencia de la palabra “asimetría” contradice esa afirmación. Si sólo a las comunidades escogidas se les permite un desarrollo mayor de su voluntad de autogobierno, ya se las está privilegiando.

En cualquier caso, un Estado con una Constitución (y se entiende que una Constitución es un pacto entre todos y para todos), incluso si hablamos de un Estado federal, no puede engendrar diferentes niveles de poder. Ni puede cerrar la puerta a que otras instituciones o territorios se postulen como nación, si así lo quisieran. En un Estado Federal, yo puedo querer ser nación, pero no puedo querer que mis vecinos de al lado no lo sean, porque considero que no poseen singularidad cultural (esto que suena a “pedigrí”) o por cualquier otro motivo. Debería sería una decisión de las autonomías, una especie de autodeterminación de cada territorio, ahora que este término está tan de moda y parece aplicable a cualquier población.

¿Cómo piensa Maragall que los demás españoles (sí, españoles) vamos a aceptar un tablero de juego donde los catalanes puedan autodeterminar su singularidad política dentro del Estado y el resto no? ¿Una Constitución con derechos asimétricos según zonas, idiomas o nacionalidades? ¿Cataluña sí, pero Extremadura no? ¿Qué tiene eso de izquierdas, señor Maragall?

Si es una cuestión cultural, donde lo que prima es el reconocimiento de la singularidad cultural sin más, las palabras de Maragall se van a encontrar con muchos problemas. Teorizar sobre la robustez de las culturas no es científico, es un relativismo posmoderno sobre el que difícilmente se pueden construir leyes y Constituciones o un marco común de convivencia. Cataluña tiene una lengua propia, pero esto también sucede en la Comunidad Valenciana, Islas Baleares y Navarra.

Pero si no hace falta tener segundo idioma para tener el privilegio histórico, la condecoración hegeliana, de ser nación, como postura Maragall con Andalucía, me da a mí que el resto de Comunidades Autónomas va a reclamar para sí el mismo tratamiento. ¿No tiene Castilla una singularidad cultural, por cierto la más robusta de toda la península y una de las más importantes de Europa? Encajar Cataluña en España pasa por el respeto, por la voluntad de trabajo común, de estar juntos y de mejorar nuestra calidad de vida conjuntamente. No por el reconocimiento, por parte de todos, de espacios legales o políticos preferenciales y aventajados.

La estrategia de Maragall con respecto a Andalucía está más que calculada: se trata de casi ocho millones de habitantes, y es la comunidad que más diputados aporta a las Cortes. Es, por tanto, un foco de poder. Simbiotizada con Madrid, se convierte en una alianza de mucho peso sobre la que puede pivotar cualquier política de Estado. El federalismo asimétrico imposible que quiere Maragall para la España del siglo XXI estará más cómodo si esos ochos millones de personas, y ese número de diputados, pertenecen a una nación propia, una especie de isla controlada al margen del proyecto común de España, que tanto escuece. Un obstáculo menos para ser más que los demás.

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